Si uno lanza una moneda al aire, las posibilidades de que caiga de cara son del 50%. Las oportunidades de agarrar las dos cifras a la cabeza son del 1%. Un dado tendrá una chance en seis, es decir casi un 17%, de hacernos rebotar contra la meta en el ludo.
Alejandro Dolina decía que de mil mujeres que veamos pasar, tan solo una en mil será la mujer de nuestros sueños, de la cual nos enamoraremos perdidamente. A la vez, la chance de que para la mujer que pasa nosotros seamos el hombre de su vida es también de 1‰. Eso reduce a una en un millón la posibilidad de encontrar al amor verdadero y eterno.
La vida bien podría regirse por las posibilidades de que suceda algo. Podemos transitar por la calle con la frente en alto, gritando a los cuatro vientos que, teniendo en cuenta las decisiones de mercadotecnia de las empresas automotrices, el próximo auto que se nos cruce tendrá un 11% de posibilidades de ser azul marino y cuatro puertas.
En uno de esos lapsos de nulidad mental me puse a generar teorías —insustanciales y viciadas de subjetividad, claro— de las probabilidades. Descubrí con horror que no solo es posible que no existan, sino que, en caso de efectivamente existir y tener la posibilidad de ser calculadas, son tan fluctuantes que pierden por completo su utilidad informativa. Veamos un ejemplo práctico:
Cien bolillas girando en el bolillero. El contenedor se detiene. El niño cantor toma el primero y único esférico que pasará por la boquilla. Sale el 48, il morto qui parla.
No faltará quien me diga que el 48 tenía la misma posibilidad de salir que el 06 o el 31.
Me sorprende cómo una afirmación tan holgazana puede llegar a ser vox populi. La única forma de que todas las bolillas tuviesen la misma chance de salir sería no encontrándose en un bolillero, sino quizás en un apropiado embudo, todas a la misma distancia del perforado centro, formando una circunferencia alrededor del mismo. Lo que sucedería entonces en una situación ideal daría que hablar a más de uno: las bolillas, teniendo todas idéntica posibilidad de ser las premiadas, se trabarían entre ellas y ninguna triunfaría sobre la otra. Para existir ganadora debe haber al menos una mínima diferencia a favor de una. La ideal equidad del 1% se ahoga en la mar de la praxis, junto con tantas otras cosas.
No solo eso: es casi obsceno ver como el 48, en el fondo del bolillero, tiene muchísimas más probabilidades de salir que el 06, en la cima de la montaña. Este hecho vuelve aún más irracional la propuesta de que “en un juego de azar, las probabilidades de ser el ganador son iguales al 100% dividido el número de participantes”.
Innumerables factores son los que inclinan la balanza a favor o en contra de un resultado. Al lanzar al aire una moneda, la cara que resulte vencedora dependerá de
A. La forma en que la lancemos: la cara que miraba hacia arriba entonces, la posición de la mano al arrojarla, la fuerza que le demos al lanzamiento. Algunos agregarán lo que pensemos en ese instante o si hacemos alguna exclamación o nos tocamos alguna parte específica del cuerpo.
B. Su traslado en el aire: este es el campo de juego de la física. Velocidad, trayecto y aceleración del movimiento ascendente, altura máxima alcanzada, tiempo de caída libre, y unos cuantos etcéteras.
C. El regreso al estado inerte: ¿caerá en el suelo? ¿La capturaremos en plena caída? Cualquier opción viene acompañada de muchísimos factores modificadores de resultados.
Como se verá, la probabilidad de que caiga cara está bien lejos del 50%. Cada pequeño factor alterará el resultado final. La moneda bien podría tener 30% de probabilidades de caer de cara al momento de ser lanzada. En su punto de altura máxima quizás las posibilidades se arrimen al 63%, para luego oscilar entre 0 y 100% dependiendo si la agarramos en el aire o no (el capricho celestial anula cualquier casualidad por una causalidad. Vendría a ser “hacer trampa” en las leyes de la física).
Lo mismo sucede con las bolillas en el bolillero. El 31 tendrá 30% de chance de caer en el mismo punto donde hace un segundo estaba el 06 con un 55% de probabilidades de ser elegida. Sin embargo, eso no garantiza que en su nueva ubicación geográfica el 31 tendrá un 55%. ¡Todo su universo a cambiado! Es imposible calcular todas las posibilidades para todas las bolillas en todo momento.
Esto vuelve aún más desolador el planteo de Dolina: Esa posibilidad en un millón de encontrar el verdadero amor jamás crecerá. Nosotros cambiaremos, la mujer deseada tendrá otro rostro, el mundo entero será diferente a nuestros ojos. Las posibilidades jamás avanzarán mucho si el bolillero jamás se detiene.
Es inútil anotar estadísticas respecto al azar. No hay garantía de que el evento se repita en el momento esperado. Y si eso sucediera, ya no estaríamos hablando de azar, sino de un fenómeno científico. Hasta donde yo se, la predicción en el azar no tiene lo que se necesita para ser ciencia… aunque quien sabe, si llegó a considerarse ciencia a la Psicología, tan plagada de pequeños “azares”.
¿Vivimos regidos por la causalidad o la casualidad? La probabilidad de que suceda algo niega la existencia del Destino, para quien todo está escrito y tiene un 100% de probabilidades que pase. ¿Destino o Suerte? O quizás algo completamente diferente; habrá quien le llame Dios a cualquiera de las dos.
En lo personal, me gusta referirme a Aristóteles; no en sus trabajos de metafísica —que tal vez serían los más apropiados para citar dada la naturaleza del tema que intento tratar— sino en su Ética. El filósofo proponía a la virtud como punto medio entre dos extremos, viciados uno por exceso y otro por defecto.
Sin querer criticar a ninguno de estos cíclopes, ubico al Destino en una esquina y a la Suerte en otra. En el medio está lo que pasa, lo real, nuestro número que no sale por uno, el siete de espadas grabado en el naipe que recibiremos, el número soñado en los dados, el pleno al negro el 20, el amor de la mujer deseada, nosotros mismos creyendo por un instante que tenemos control sobre lo que sucede en nuestras vidas, el diablo encontrando nuevos métodos para atraparnos. Métodos tan insidiosos como divertidos.
Alejandro Dolina decía que de mil mujeres que veamos pasar, tan solo una en mil será la mujer de nuestros sueños, de la cual nos enamoraremos perdidamente. A la vez, la chance de que para la mujer que pasa nosotros seamos el hombre de su vida es también de 1‰. Eso reduce a una en un millón la posibilidad de encontrar al amor verdadero y eterno.
La vida bien podría regirse por las posibilidades de que suceda algo. Podemos transitar por la calle con la frente en alto, gritando a los cuatro vientos que, teniendo en cuenta las decisiones de mercadotecnia de las empresas automotrices, el próximo auto que se nos cruce tendrá un 11% de posibilidades de ser azul marino y cuatro puertas.
En uno de esos lapsos de nulidad mental me puse a generar teorías —insustanciales y viciadas de subjetividad, claro— de las probabilidades. Descubrí con horror que no solo es posible que no existan, sino que, en caso de efectivamente existir y tener la posibilidad de ser calculadas, son tan fluctuantes que pierden por completo su utilidad informativa. Veamos un ejemplo práctico:
Cien bolillas girando en el bolillero. El contenedor se detiene. El niño cantor toma el primero y único esférico que pasará por la boquilla. Sale el 48, il morto qui parla.
No faltará quien me diga que el 48 tenía la misma posibilidad de salir que el 06 o el 31.
Me sorprende cómo una afirmación tan holgazana puede llegar a ser vox populi. La única forma de que todas las bolillas tuviesen la misma chance de salir sería no encontrándose en un bolillero, sino quizás en un apropiado embudo, todas a la misma distancia del perforado centro, formando una circunferencia alrededor del mismo. Lo que sucedería entonces en una situación ideal daría que hablar a más de uno: las bolillas, teniendo todas idéntica posibilidad de ser las premiadas, se trabarían entre ellas y ninguna triunfaría sobre la otra. Para existir ganadora debe haber al menos una mínima diferencia a favor de una. La ideal equidad del 1% se ahoga en la mar de la praxis, junto con tantas otras cosas.
No solo eso: es casi obsceno ver como el 48, en el fondo del bolillero, tiene muchísimas más probabilidades de salir que el 06, en la cima de la montaña. Este hecho vuelve aún más irracional la propuesta de que “en un juego de azar, las probabilidades de ser el ganador son iguales al 100% dividido el número de participantes”.
Innumerables factores son los que inclinan la balanza a favor o en contra de un resultado. Al lanzar al aire una moneda, la cara que resulte vencedora dependerá de
A. La forma en que la lancemos: la cara que miraba hacia arriba entonces, la posición de la mano al arrojarla, la fuerza que le demos al lanzamiento. Algunos agregarán lo que pensemos en ese instante o si hacemos alguna exclamación o nos tocamos alguna parte específica del cuerpo.
B. Su traslado en el aire: este es el campo de juego de la física. Velocidad, trayecto y aceleración del movimiento ascendente, altura máxima alcanzada, tiempo de caída libre, y unos cuantos etcéteras.
C. El regreso al estado inerte: ¿caerá en el suelo? ¿La capturaremos en plena caída? Cualquier opción viene acompañada de muchísimos factores modificadores de resultados.
Como se verá, la probabilidad de que caiga cara está bien lejos del 50%. Cada pequeño factor alterará el resultado final. La moneda bien podría tener 30% de probabilidades de caer de cara al momento de ser lanzada. En su punto de altura máxima quizás las posibilidades se arrimen al 63%, para luego oscilar entre 0 y 100% dependiendo si la agarramos en el aire o no (el capricho celestial anula cualquier casualidad por una causalidad. Vendría a ser “hacer trampa” en las leyes de la física).
Lo mismo sucede con las bolillas en el bolillero. El 31 tendrá 30% de chance de caer en el mismo punto donde hace un segundo estaba el 06 con un 55% de probabilidades de ser elegida. Sin embargo, eso no garantiza que en su nueva ubicación geográfica el 31 tendrá un 55%. ¡Todo su universo a cambiado! Es imposible calcular todas las posibilidades para todas las bolillas en todo momento.
Esto vuelve aún más desolador el planteo de Dolina: Esa posibilidad en un millón de encontrar el verdadero amor jamás crecerá. Nosotros cambiaremos, la mujer deseada tendrá otro rostro, el mundo entero será diferente a nuestros ojos. Las posibilidades jamás avanzarán mucho si el bolillero jamás se detiene.
Es inútil anotar estadísticas respecto al azar. No hay garantía de que el evento se repita en el momento esperado. Y si eso sucediera, ya no estaríamos hablando de azar, sino de un fenómeno científico. Hasta donde yo se, la predicción en el azar no tiene lo que se necesita para ser ciencia… aunque quien sabe, si llegó a considerarse ciencia a la Psicología, tan plagada de pequeños “azares”.
¿Vivimos regidos por la causalidad o la casualidad? La probabilidad de que suceda algo niega la existencia del Destino, para quien todo está escrito y tiene un 100% de probabilidades que pase. ¿Destino o Suerte? O quizás algo completamente diferente; habrá quien le llame Dios a cualquiera de las dos.
En lo personal, me gusta referirme a Aristóteles; no en sus trabajos de metafísica —que tal vez serían los más apropiados para citar dada la naturaleza del tema que intento tratar— sino en su Ética. El filósofo proponía a la virtud como punto medio entre dos extremos, viciados uno por exceso y otro por defecto.
Sin querer criticar a ninguno de estos cíclopes, ubico al Destino en una esquina y a la Suerte en otra. En el medio está lo que pasa, lo real, nuestro número que no sale por uno, el siete de espadas grabado en el naipe que recibiremos, el número soñado en los dados, el pleno al negro el 20, el amor de la mujer deseada, nosotros mismos creyendo por un instante que tenemos control sobre lo que sucede en nuestras vidas, el diablo encontrando nuevos métodos para atraparnos. Métodos tan insidiosos como divertidos.
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