30 de septiembre de 2014

Café


Recuerdo tus ojos. Recuerdo haber pensado que tus ojos serían los primeros en venir a mi memoria y los últimos en abandonarla. Recuerdo tus ojos enormes y oscuros. Recuerdo que la confitería combinaba con ellos. Recuerdo que mirabas al frente, sonriendo, una mano en tu codo, otra en el mentón. Recuerdo que sonreías sin mostrar los dientes, con esa sonrisa entre pícara y cómplice, esa sonrisa de quien conoce un secreto infantil que quiere compartir solo contigo pero no ahora sino después, cuando estemos solos y sea de tarde y llueva. Recuerdo las sillas de madera, las paredes blancas con cuadros (también madera, también blancos). Recuerdo la línea oscura del comienzo de tus senos. Recuerdo tu piel blanca, tu pelo largo y castaño, tus labios de color indescriptible mezcla de rojo, marrón, rosa, piel, chocolate y almendra. Recuerdo tu perfume de interior de caja de bombones, cálido y líquido. Recuerdo el jarrón de cerámica brillante, la servilleta de paño verde. Recuerdo el timbre de tu voz prometiéndome en la lectura de un menú que este momento duraría para siempre. Recuerdo el tacto sólido de tus dedos sobre la taza de café que a la vez era mis dedos, mi cuello, mis labios. Recuerdo el latido calmo de tus arterias detrás de tu piel y de tu ropa y de mi piel y de mi ropa. Recuerdo el primer día de una serie de primeros días, todos siendo el primero, todos comenzando al mismo tiempo, todos diferentes. Recuerdo un pequeño lunar en el brazo de uno de los dos. Recuerdo la idea absurda de que recordar es traer una experiencia pasada al presente y revivirla como la primera vez de manera tan precisa que deja de ser un recuerdo y pasa a ser un encuentro. Recuerdo tu blusa blanca con motivo de pájaros del mismo color indescriptible de tus labios. Recuerdo el movimiento vertical de tu mano sosteniendo un pedazo de universo con forma de taza de café. Recuerdo el momento en que me creaste a través de tu imagen, me definiste, me diste vida y propósito en tanto observador pasivo de tu actividad. Recuerdo la obra de arte que eras. Recuerdo la firma de un autor que no era yo diciéndome que tu perfección era alcanzable solamente a la distancia. Recuerdo el no cargado de sí que te definía como un instante milagroso, imperecedero, potencial y perfecto. Recuerdo tu forma humana e ilusoria. Recuerdo la fugacidad de tu materia, definida y justificada a través de mi ausencia. Recuerdo el mutuo alimento de un tácito anonimato. Recuerdo esa pequeña muerte que resolvimos, ese instante de sacrificio devoto en el que tuve que mirar hacia otro lado y que tú aprobaste. Recuerdo la alegre ignorancia con la que tu nuca despidió a mi espalda. Recuerdo el amor con el que no me miraste, ni me oíste, ni me tocaste, ni supiste mi nombre. Recuerdo lo desconocidos que fuimos.