3 de octubre de 2008

Desilusión

— ¿Qué es lo que querés? Realmente. Te pasás la vida queriendo cosas, solo para buscarle una razón de ser a los axiomas que te implantaron desde chiquito. ¿Qué querés? ¿Qué necesitás? Entendé que casi nada de lo que decís querer contribuiría a tu felicidad una vez adquirido. Solo buscás seguir una cadena. Yo te digo: rompela. Replanteate tus prioridades. Atendé solamente aquellos deseos cuya contemplación te asustan. Están ahí; son vos. Bajá la mano y mirá fijo al sol que tapabas, y dejá que se grabe en tus retinas la verdadera forma de tus deseos, de tus pasiones, de tus miedos. Comprometete con vos mismo, divorciate del statu quo, liberate de la idea de libertad que te forzaron a asumir. Esa es la única única forma en que vale la pena vivir.
— ¿Terminaste? —inquirió el dueño de la taberna ya molesto— ¿Puedes pagarme la comida y el vino que te hemos servido?
— Por Zeus —murmuré entre dientes—, págale de una vez. Llevas hora y media de pie sobre la mesa, gritando incoherencias como un profeta del Apocalipsis.
Anaxágoras me miró y dijo por lo bajo:
— No te hagas el pelotudo que bien que comiste y bebiste sabiendo que ninguno de los dos tenía un mango. Ahora cállate y observa.
Dicho eso volvió a alzar la voz y continuó con su mensaje contra el capitalismo y a favor del individualismo.
Me dejé caer sobre la silla y, resoplando, enterré la cara entre mis manos. Una veintena de personas se había juntado alrededor del profeta. Si habían acudido para escuchar su evangelio o para lincharlo no sabría decir. El tabernero, por su parte, se rascaba la calva, ya resignado.
Predicó por quince minutos más hasta que el dueño nos echó a la calle. Anaxágoras comentó sonriente, al tiempo que limpiaba con su manga la huella de zapato de sus partes posteriores:
— Nunca falla, Syl. Te sorprendería la cantidad de cosas que se pueden conseguir sin tener un duro en los bolsillos.
— ¿Qué pasó con el discurso de la independencia del dinero?
— Puro verso. Todos necesitamos dinero. El dinero es noble y benigno; no discrimina: sin importarle quien seas te dará poder y abrirá la puerta a todo tipo de placeres. Y lejos de quererlo todo para nosotros, debemos procurar que sea poseído por la mayor cantidad de gente posible, siendo que quien no cuenta con metálico por lo general acude a otra clase de metal para conseguir lo que desea.
— Sabias palabras.
— ¿Viste cómo puedo hacer creer a cualquiera cualquier barbaridad si está bien expresada?
— Si lo dices por lo de la taberna, nadie te creyó. Nos echaron cuando empezaste a predicar en verso. Si lo dices por mí, hace rato que te he rotulado como mentiroso compulsivo.
— ¡Ajá! ¡Fuiste vos el que lo grabó con tinta en mi espalda!



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Difícil estar de mal humor en un día tan hermoso. La ciudad de Giran, en su plaza principal, lucía su famosa enorme cuadrícula de tiendas y puestos ambulantes. Una galaxia ractángular de microemprendimientos. Artesanos enanos vendiendo armas y piezas de armadura, jóvenes guerreros ofreciendo las cosechas de sus aventuras, elfas oscuras ofertando su organismo. Giran, la ciudad mundo, donde se encuentra todo lo que desea ser encontrado. Sus calles de adoquines blancos, sus faroles de hierro trenzado, sus majestuosas estatuas de mármol y bronce. Giran, la blanca; Giran, la perla del sur. Su puerto —qué puede verse desde la torre de la catedral—, recibiendo mercancías ricas de Rune e inmigrantes pobres de Gludin. Sus salones donde acuden miembros de cofradías comerciales, militares o religiosas, o mezclas de las tres en ocasiones. Giran, la grande. Una grandeza costosa: su enorme castillo, dibujado entre las nubes del horizonte, recordando con severidad que por cada moneda de adena corriendo en la ciudad, una gota de sangre ha sido derramada en las inmediaciones del trono. Giran, la coqueta, perfumando con música y transacciones el hedor de un millar de héroes caídos.


— Ciudad de mierda —dijo Anax—. Y supuestamente tu novia vive acá
— Es la hija de un importante mercader —advertí.
— O sea que está cagada en guita, y el que se la quiera poner tiene que tener aun más guita. ¿Por qué no te buscaste un garche más económico?
— Yo no busqué nada. Simplemente apareció y me cambió la vida. ¿Es qué no sabes lo que es amar?
— Si, un verbo.
— Cerdo insensible. ¿Cómo puedes sentir tan poca empatía por las personas?
— Soy hijo único de padres divorciados.
— ¿Y cómo es que de a momentos hablas con acento argentino y luego vuelves a hablar en tono neutral?
— No nos vayamos por las ramas y volvamos al tema en cuestión —dijo Anax, haciéndose el boludo—. Para que esta mina te de bola necesitamos llenarnos de adena.
— ¿Se te ocurre algo?
— Podemos comprarla por plata real.
— ¿Cómo es eso? —pregunté sorprendido.
— Nada más fácil: nos metemos en una mina de argentum abandonada, extraemos lo que haya quedado del metal y se lo llevamos a un alquimista, quien nos pagará una sabrosa cantidad de adena por el mismo. Tengo un alquimista amigo que paga bien; el chino Ibei.
— ¡Genial! ¿Pero de dónde sacamos el equipo de minería?
— Lo sacamos en secreto de la cuenta de un enano.
— Oye espera, no quiero hacer nada ilegal.
— Lejos de eso —se apresuró a decir el profeta—. Este enano tiene una cuenta en el Banco de la Liga del Yunque Negro. Guarda sus herramientas en una caja de seguridad.
— ¿Y te permite acceso?
— Claro. Me dejó espiar su PIN por sobre su hombro el otro día. Tuve que agacharme un poco.
— Bien. Pero aún necesitamos dinero para comprar comida y viajar.
— Para lo cual también tengo una idea. Escucha…

Con una sonrisa de complicidad se acercó a mi oído y empezó a murmurar un “plan perfecto”. Me informó de un supuesto descontento general entre los comerciantes de la ciudad con el Administrador de Espacios Públicos, un caballero miembro del importante Gremio de Mercaderes (GM).
Yo debería llamar la atención de los presentes en la plaza mientras Anax se las arreglaba para conseguir dinero. No me molesté en preguntarle qué tenía en mente; no deseaba saber. Deseaba seguir sintiéndome embriagado en la sublimidad de mi amor. No me importaba nada más. No podía permitirme que me importase nada más. Y fue así como en ese momento pensé que la de Anax era una muy buena idea.

Me puse de pie sobre un banco y comencé:
— ¡El administrador es un delincuente! ¡Es un cerdo fascista que no duda en reprimirnos ante la primer evidencia de libre pensamiento! Era uno de nosotros, un hombre honesto y sensato. Pero desde que se convirtió en GM no piensa sino en el dinero; no nos ve sino como ganado; no nos-
No llegué a terminar la frase cuando recibí el primer bastonazo en la nuca. Y a ese le siguieron otros setenta y nueve, cortesía de los oficiales del Servicio de Policía de Giran. El último golpe vino acompañado de la reseña “si no te gusta, andate, hippie de mierda”.
Cuando el último uniformado hubo desaparecido, regresó Anaxágoras.
— Te la bancaste como el mejor. ¡Ay, cómo hubiera querido poder estar acá para ayudarte, o al menos acompañarte en tu dolor! —me dijo, con los brazos cruzados mientras yo hacía fuerza por incorporarme—. Pero mientras vos acaparabas la atención, yo trabajaba tras bambalinas.
— ¿Qué –¡ay!- Qué hiciste?
— Calate está: mientras vos llamabas la atención de la policia, yo le tiré party a un gladiador de pocas luces. Le ofrecí encantarle las espadas duales gratuitamente. Lo único que debía hacer era arrojar sus armas al suelo un número de veces. El cretino accede y lo hace. Inmediatamente levanto las armas y huyo con ellas. Una vez perdido entre la marea de personas, ni lento ni perezoso me acerco a un enano y le ofrezco mis nuevas espadas a un precio irrisorio. El idiota, creyéndose afortunado, accede. En ese preciso momento la policía comienza a reprimirte salvajemente. “¡Oh Dios mío —exclamo—, mire cómo reprimen al subversivo!”. En cuanto el enano dijo “a verga”, cambié las espadas por unas imitaciones de cartón corrugado que llevo siempre encima por si la cosa se pone jodida y tengo que defenderme. Terminada la transacción vuelvo con el incauto gladiador, quién aun estaba llorando porque parece que tenía solo ocho años. Le ofrezco sus espadas de vuelta, por un precio. Accede, y me da una suculenta cantidad de adena. Con eso eliminé toda evidencia incriminate. Finalmente, volví acá con vos.
— Eres un…¡oouuu!
— No te agites que esto recién empieza. Todavía tenemos que…

No escuché más. Caí inconciente, producto de las contusiones en mi cabeza.
Y mientras mi conciencia caía en el abismo, veía en lo alto, alejándose de mí, aquel mundo brillante e ideal. Veía el brillo borrándose, las ilusiones desvaneciéndose. Las figuras opacas ganaron nitidez. Caía, sí; pero encontraba más claridad con cada luz que se apagaba.
¿Qué tan lejos estaría dispuesto a llegar? La respuesta la guarda el fondo del abismo.
El profeta no se equivocaba: esto recién empieza.