27 de marzo de 2013

Hitari no Shibashi - Capítulo 4



Escribo sobre una mujer que no existe y que amo. Su simple apariencia es inconcebible en este mundo. Tiene tres dimensiones, vello en la piel, ojos pequeños y un miedo terrible a quedarse sola. Ella me busca sin conocerme y se va a cruzar conmigo en la calle dos veces en su vida. Jamás me hablará ni conocerá mi nombre. Mucho menos sabrá que la escribo o que le di existencia un viernes a la tarde en el patio de una escuela secundaria de Shibuya, sentado en el macetero redondo de un cerezo deshojado.


Sensuke:
“¡Oye, tú! ¡Si, tú, el nuevo!”
Shitaro:
“No me rompan las pelotas.”
Sensuke:
“¡¿Qué modales son esos, nuevo?!”
Aki:
“Vamos, nuevo. Venimos en paz. Solo queremos hablar.”

Compañeros de escuela. Son dos y parecen sucios. Uno tiene el pelo rapado, el otro de rubio y desprolijo. Ojos medianos como los míos. Están agitados; hablan rápido, gesticulan, mueven los brazos, hacen muecas ridículas. A todas luces delatan tener el pene pequeño.

Shitaro:
“Ok, en primer lugar, dejen de llamarme «nuevo». Me llamo Chintaro o algo así. En segundo lugar, no quiero tener nada que ver con ustedes. No quiero verlos, no quiero oírlos. No quiero saber que existen.”
Aki:
“Larguémonos de aquí, Sensuke. Perdemos el tiempo.”
Sensuke:
“¡De ninguna manera, Aki! No me iré sin mis fotos.”

Desarrollo de la trama. ¿Fotos? A ver.

Shitaro:
“Momento... Ustedes no serán los infames fotógrafos del diario escolar, ¿no?”

El energúmeno alfa hace una especie de pose de súper héroe. Solo sabe comunicarse a los gritos.

Sensuke:
“¡Sensuke Taiboo! ¡Primer Corresponsal del Periódico Escolar Shibuya Times!”
Aki:
“Aki Fukushima. Segundo corresponsal...”

El segundo habla con cierto aire de resignación. Me resulta menos ofensivo.

Shitaro:
“Sí, oí hablar de ustedes. Los pajeros más prolíficos de toda la escuela. Yo creía ser un gran onanista, hasta que supe de ustedes, de su obra. Van por toda la escuela sacandole fotos a mujeres desprevenidasy después las publican.”
Sensuke:
“¡Nosotros solo buscamos la verdad, donde sea que ésta se esconda! ¡Así estuviera en el vestuario de mujeres!”
Aki:
“En el baño de señoritas.”
Sensuke:
“¡En la piscina de la escuela durante la hora de natación femenina!”
Aki:
“Debajo de los pupitres de nuestras compañeras.”
Sensuke:
“¡Y ocasionalmente bajo las escaleras! ¡Siempre el ángulo preciso en el momento exacto!”
Aki:
“Siempre buscando la verdad para llevársela a nuestros lectores.”

Pienso en mi mujer que no existe pero que amo. Ella no deja que le saquen fotos del culo. Nadie le sacaría, tampoco. Porque yo lo mato.
Le doy un sorbo a mi jugo.

Shitaro:
“Ustedes lo que buscan es material para hacerse la paja, hijos de puta. ¿Qué quieren conmigo?”
Aki:
“Verás, te estuvimos observando…”
Sensuke:
“¡Sabemos que eres un galán con las mujeres! ¡Todas te siguen!”
Shitaro:
“Ok, vamos por parte. Ninguna mujer me sigue. Y si alguna lo hiciera, es porque soy el único flaco más o menos rescatable en todo este lugar. O sea, yo no sé si estuvieron prestando atención últimamente, pero todos los varones son iguales. ¡Parecen clones! Ninguno habla. Ninguno se destaca por sobre el resto. Y los que lo hacen —¡ustedes!— resultan ser terribles degenerados que están a dos fotos de caer en cana por acechar pendejas. ¿Qué mina quisiera estar con alguien así?”

Ningún degenerado va a tocar a mi mujer, carajo.

Aki:
“Mira, nuevo, no te estamos pidiendo consejos. Te estamos pidiendo ayuda.”
Sensuke:
“¡Tienes acceso a las mujeres más deseadas de la escuela! Podemos llegar a un acuerdo… Nosotros te daremos una cámara y tú-”
Shitaro:
“A ver flaquito si nos entendemos: a mí ninguna mujer deseada me anda buscando.”
Aspis:
“Shitaro. Aquí estás. Te estaba buscando.”

Giro la cabeza a ver quién me habla y la puta que me parió. ¡Qué buena que estás! Rubia, pelo largo, ojos azules medio endemoniados, labios pintados de rojo, colmillos prominentes y un moño sobre la cabeza que curiosamente asume la forma de dos cuernitos. Tetas y culo a gusto.

Shitaro:
“¡Rápido! ¡Escóndanse! ¡No me corten el polvo!”

Las jóvenes promesas del periodismo Shibuyense se escabullen detrás del árbol. Aspis, la presidenta del club de ocultismo se acerca con mirada depredadora.

Aspis:
“¿Qué escribías?”
Shitaro:
“¡Nada!”

En un veloz movimiento de manos hago un bollo con mi mujer imperfecta y la escondo en el bolsillo. Perdoname. Por favor, mi amor, perdoname.
Aspis se me acerca. Se inclina ante mí. Pasa dos dedos por mi mejilla, me sujeta con delicadeza el mentón y, despacio, aproxima su boca a la mía. Susurra.

Aspis:
“Necesito tu ayuda… en un asunto… privado.”
Shitaro:
“Necesito… pañuelo descartable… urgente.”

Vuelve a erguirse.

Aspis:
“Mis compañeras y yo estamos trabajando en un proyecto… extracurricular… para el que necesitamos la participación de alguien con una… disposición muy específica. Tu nombre se mencionó en un momento.”
Shitaro:
“Si lo decís por el incidente que se hizo público el otro día, te juro que fue un malentendido. Ese cactus realmente parecía una mujer.”

Me sella los labios con un dedo índice.

Aspis:
“Te esperamos en el sótano de la escuela, al terminar la clase.”

Y se va. La minifalda le queda más corta que hace diez segundos, te juro.
Sensuke y Aki emergen de su escondite pero no del trance autoerótico. Con manos temblorosas me ofrecen una cámara de fotos. La veo ante mí y de repente entiendo todo. Las fotos, el ritual. La necesidad de capturar esa energía libidinosa que perméa en la ciudad. Ese milagro cotidiano tan único y tan repetido que me tiene a mí como testigo permanente, casi como víctima, porque lo padezco en lo más bajo de mis entrañas, tan alejadas del sosiego como las de estos dos pobres boludos que tengo acá al lado. Somos lo mismo ellos y yo. Somos los consumidores involuntarios de una droga llamada Shibuya.
No quiero ser un adicto más.


Shitaro:
“¡Ni en pedo, flaco! Buscate tu propia orgía.”
Sensuke:
“¡Maldito avaro! ¡Por lo menos concédenos una entrevista luego! ¡Nuestros lectores merecen saber la verdad!”

Fin del recreo. De nuevo en el aula, con mi hoja en el pupitre y sin una puta idea de lo que están dando en clase. Pasan los minutos como si nada. Como si no estuviera pasando. Como si fuera una escena de relleno totalmente omitible. Como casi todo en mi vida.
Quizás lo único relevante sean mis disparatadas relaciones humanas, si es que se puede considerar humano a mi entorno. Marineritos y súper modelos. Unos me golpean, otras me ignoran; salvo los que me quieren usar y las que me quieren coger. Y yo sigo viendo girar la aguja del reloj de pared mientras el profesor habla de cosas que no entiendo ni me importan. Así pasan los minutos y las horas y los días, saltando de una frustración a la siguiente, todo el tiempo intentando darle un contenido a la hoja en blanco que es mi vida, como la que descansa ahora en mi pupitre, como la que está hecha una pelotita en mi bolsillo, dándole existencia a una mujer de un metro sesenta y cinco de estatura y pechos pequeños.
Cinco de la tarde. ¡Hora de coger!
¡Qué alegría! ¿Hace cuánto que no saco a pasear al canario? Ya ni me acuerdo de cuándo fue la última vez que me acosté con alguien. Medio me preocupa. ¿No seré virgen? Sabés que creo que sí. No sé, viejo, ¡estoy contento! Caminando por los pasillos, bajando escaleras. Todo es hermoso. Un poco de olor a encierro. Humedad. ¿Paredes de piedra? Me encantan. ¡Y bajamos las escaleras! Cuidado no te resbales que está oscuro. Una puerta de madera bien vieja y pesada. Debe ser carísima. Mirá qué linda, decorada con una cabeza de cabra. ¿Traje mentitas? Tendría que haber traído mentitas. Mal ahí, nene. Tengo una acidez terrible.

KNOCK – KNOCK!!

La puerta se abre y aparece Aspis. Viste solamente una túnica negra que le cubre todo el cuerpo. Y parece que abajo no lleva nada. ¡Vamos Chintaro que hoy rompés todo!

Aspis:
“Te estábamos esperando, Shitaro.”

Me invita a pasar.
La habitación es pequeña y oscura, posiblemente un viejo depósito que la escuela ya no usa. En cada una de las cuatro esquinas se encuentra una voluptuosa señorita, también de túnica negra, sosteniendo un candelabro encendido, los cuales en combinación tiñen de dorado las paredes y el cielo raso, ambos de piedra. El piso de baldosa oscura está manchado aquí y allá con tiza blanca, cera de velas y lo que parece ser sangre animal. En el centro de la sala alguien se tomó el trabajo de dibujar con tiza un pentáculo y todo tipo de runas alquímicas que vaya uno a saber qué significan. Sobre el fondo puedo adivinar un pequeño altar de loza con las dimensiones justas para que un varón yazca recostado boca arriba, posiblemente a merced de la daga ceremonial de hoja serpentina que reposa en uno de sus lados.

Shitaro:
“No te voy a mentir: estoy un poco oxidado en esto del sexo grupal. ¿Te parece si arrancamos jugando a la botellita, para ir entrando en calor?”
Aspis:
“Bebe de mi caliz y ya no tendrás de qué preocuparte. Nosotras nos encargaremos del resto.”

Me ofrece una copa dorada llena hasta la mitad con un líquido blanco y burbujeante. Debe ser un antiácido. Me viene al pelo.

GULP – GULP!!

Mucho mejor. Ahora soloooo teeengoooo queee…

ZZZZ – ZZZZ!!

¡Qué siesta, mamita! Eso por quedarme hasta tarde boludeando en internet. Y estas se ve que ya empezaron con la joda. Miralas, en círculo, tomadas de la mano, cantando boludeces en latín. Que forma rara de arrancar una orgía.

Aspis:
“¡Priusquam praesens! ¡Damnatus Salvens! ¡Hic homo nesciens!

Y las otras cuatro repitiendo a coro.
Intento incorporarme pero no puedo, mi cuerpo todavía está entumecido. Me doy cuenta que estoy recostado sobre el altar y mi camisa ha sido removida. Mis pantalones siguen en su lugar, lamentablemente.
Cesa el canto y veo que Aspis se me acerca, daga ceremonial en mano.

Shitaro:
“Si así tratan a todos sus invitados, no me sorprende que el club de ocultismo tenga tan pocos miembros.”
Aspis:
“Silencio, cordero.”
Shitaro:
“¿Cordero?”
Aspis:
“¡Virgen!”
Shitaro:
“¡Hey! ¡Andá a cagar!”
Aspis:
“¿No te das cuenta, cordero, que tu único propósito en esta tierra ha sido revelado? Deberías alegrarte, pues será tu energía sexual la que nutrirá a nuestro dios. Tu libido, acumulada durante años, emergerá hoy por primera vez para-”
Shitaro:
“Nena, me vibra el pito.”
Aspis:
“¿Qué dices?”
Shitaro:
“Me están llamando. Alcanzame el celular, que lo tengo en el bolsillo y no me puedo mover.”

Aspis introduce su mano en el bolsillo de mi pantalón y tras revolotear por varios segundos extrae un pequeño rectángulo de plástico negro. En silencio, me muestra el display del aparato.

Shitaro:
“Es el hincha pelotas de Sensuke. Qué ganas de joder tiene. Sabía que a esta hora iba a estar cogiendo y me llama igual. No atiendas.”

Aspis deposita el teléfono a un costado del altar y vuelve a tomar la daga ceremonial. La sostiene con ambas manos a pocos centímetros de mi pecho desnudo. Vuelve a entonar salmos en latín, con las otras cuatro haciéndole el coro.

Aspis:
“¡Voca me benedictum! ¡Sana meam animam!”

Momento. Se me ocurre algo.

Shitaro:
“Nena, consulta. El cordero necesariamente debe ser virgen, ¿no?”
Aspis:
“Así es. La mejor fuente de energía sexual condensada. Con ella podremos al fin despertar a nuestro dios.”
Shitaro:
“Ok, ok. ¿Y si te digo que puedo conseguir un cordero con todavía más fuerza sexual condensada que la mía? Tu dios se pondría contento.”
Aspis:
“Entiendo que eres tú el cordero más exaltado de la escuela.”
Shitaro:
“No, nena. Este otro pibe destila pajerismo por cada poro. Atendé el teléfono y pasámelo.”

Aspis vuelve a tomar el pequeño celular, aun vibrando. Pulsa un botón y lo acerca a mi oído.

Shitaro:
“¿Qué hacés, nene? Escuchame: no sabés lo que es esto. Pero no sabés. Mirá, me arrepiento de no haber traído la cámara de fotos, porque no me vas a creer cuando te cuente… Calmate. Escuchame. ¡Escuchame! Seh… Seh… Y qué se yo. A ver, esperá que pregunto…”

Pausa. Aspis me mira desconcertada. Qué buenas tetas tiene.

Shitaro:
“Dicen que sí, que vengas. Pero vos solo, tu amigo no… Escuchame… Calmate un poco, ¿querés? ¿Gritás o escuchás…? Seh… Seh… En el sótano, sí. Bajás las escaleras. Vas a ver que está todo oscuro. Seh. Una puerta de madera con la cabeza de una cabra. Vas a ver un montón de pentáculos. Sí, dale. Dale. Dale. Daaaale. Dale, dale. Yo ahora salgo quince minutos y vuelvo. Si llegás y no estoy, ustedes arranquen sin mí. Dale. Dale. Abrazo.”

Hago una seña con la cabeza y Aspis corta la comunicación.

Shitaro:
“Listo, tenés cordero nuevo y mejorado. Te va a caer re bien el pibe. ¿Me alcanzás la camisa?”

Las cinco súper modelos vírgenes satánicas se apresuran a vestirme y despacharme antes de que llegue la próxima víctima. Con ayuda de Aspis me pongo de pie y camino hacia la puerta. Subimos juntos la vieja escalera de piedra. Me sujeta del brazo con firmeza. Con cada escalón, su rostro se ilumina más y más. Salimos y la luz de la tarde otoñal nos baña de lleno. Envuelta en su túnica negra, con la daga ceremonial de hoja serpentina apretada bajo su cinturón de cuerda, la veo como un ángel caído de tiempos medievales, perdida en una época que no entiende, intentando llamar a un viejo dios oscuro, su único amigo.

Shitaro:
“Aspis… Todavía sigo entumecido en algunas zonas del cuerpo, por eso no te digo de hacer algo hoy. Pero… un día de estos podríamos salir a algún lado. Vos y yo. Y hacer algo no-ocultista, si te parece. ¿Te gustaría…?”
Aspis:
“Creo que será mejor que te vayas.”

Se da vuelta y baja la escalera sin mirar atrás.
Yo agacho lentamente la cabeza y comienzo el camino de vuelta a casa.
Por alguna razón trato de no pensar en mi mujer imperfecta. Seguirá esperando arrugada en mi bolsillo, caminando de esquina a esquina con sus ojos color café y sus labios sin pintar.
Ella no sabe de túnicas ni dagas ceremoniales. Ella no existe.

13 de marzo de 2013

Diez tips copados para salir de la friendzone



El azote de la amistad.
¿Quién no lo vivió? ¿Quién nunca se encadenó toda una tarde a una mesa de café escuchando a la mujer más linda del barrio decir que ya no hay hombres? ¿Quién nunca se convirtió en el invisible hombro receptor de lágrimas amadas cuyo dueño ilegítimo permanecía ausente? ¿Quién nunca soportó horas y horas los desvaríos de la mina que te querés coger pero que niega totalmente tu sexualidad porque vos para mí sos más que un amigo sos casi un hermano y siempre estuviste para mí y jamás sabría cómo pagártelo pero vos crees que él me vaya a dar pelota a mí porque está re bueno y yo sé que no me merece y que me va a cagar pero eso lo vuelve aun más atractivo y encima estoy re gorda!
Todos lo conocemos. Para algunos, es la historia de toda una vida. La amistad entre hombre y mujer. La friendzone. La tierra-de-nadie de la que nadie puede salir. La condena a muerte sexual a la que injustamente nos somete la mujer amada.
Y si todo eso te lo hace una amiga, andá a saber qué carajo te hace una enemiga.
Pero, amado lector: sépalo, ¡se puede! Se puede poner fin a este flagelo, se puede salir de la friendzone y lograr que la chica a la que queremos rellenar con nuestro ADN aprenda a mirarnos con otros ojos. Vos —¡sí, vos!— que hace años venís empapando carilinas con tu amor no correspondido, sabé que hoy tenés la solución al alcance de tu mano. Pero lavátela antes.

Tip #1
Sinceridad.

Si hay algo que valoran las mujeres es la sinceridad, por eso tenemos que aprender a mentir muy bien. Cuando estés con ella y empiece a contarte lo difícil que es su vida sin un hombre al lado, que el chico que le gusta la ignora y todas esas boludeces que les pasan a las minas que te gustan, vos tenés que responder no con lo que ella quiera oir, sino con lo que necesite oir, que casualmente es lo que a vos te conviene decir.
Ejemplos:

Ella: ¡Estoy tan sola, buaaaaa!
Vos: Estás sola porque querés. ¡Cuántos hombres quisiéramos una novia como vos!

Ella: ¡El flaco que me gusta ni me registra, buaaaaa!
Vos: Eso porque es un niño, y vos sos una mujer. Merecés un hombre de verdad. Alguien que te respete, que te cuide, que te disfrace de Sailor Moon, te ate a la cama y te cague a cinturonazos. ¡Alguien como yo!

Ella: ¡Mi viejo se quedó sin laburo y corremos el riesgo de perder la casa; tuve que dejar de estudiar y empezar a laburar en negro para mantener la familia a flote, buaaaaa!
Vos: Lo que vos necesitás es un novio. Ayudame a ayudarte.

Y así sigue. Lo importante es aprovechar cada oportunidad para demostrarle que con vos estaría mejor, aunque eso no sea cierto.


Tip #2
Fortaleza.

Una de las principales barreras que nos impone la ley de la amistad es la falaz asunción de que el otro no nos quiere dar murra. ¿Por qué no querría? Bueno, ella por ser mujer. Pero vos, ¿por qué no querrías? Eso es la pregunta que nadie hace.
Una forma de meterle la cabeza en la idea es mediante una exposición prolongada de tu sexualidad.
¡No, no digo que le envíes fotos tuyas en bolas! ¡Nadie quiere ver eso! Me refiero a que hables con naturalidad de tus proezas sexuales. Meter fichas constantemente, como para llamar la atención de la mina. La idea es que ella empiece a verte como algo más que un ente asexuado y sienta curiosidad por ver qué fiera salvaje escondés en tu interior. Como en todo, la clave está en la sutileza.

Vos: …no, yo tranqui, qué se yo. Lo normal. O sea, llegó al tercero y ahí hago una pausa para rehidratarme. Lo normal. O sea, Es normal tener sexo tres veces al día, ¿no? Espero que sí, porque yo no me creo súper dotado ni nada, jaja. Bah, tengo entendido que más de veinte centímetros es lo normal, ¿no? Pero yo no le doy mucha bola a eso. Vos me conocés. Soy un tipo sencillo, de mente abierta, sin compromisos, de separar una cosa de la otra, tranqui, norm-
Ella: Ah, no te conté: ¡estoy saliendo con un compañero de laburo!
Vos: ¡¡PUTA!!


Tip #3
Piedad.

Ok, eso no salió muy bien. Pero no te alarmes, que acá todo se recicla. Estás mal, estás desesperado; nunca estuviste más solo en toda tu vida. Si tan solo alguien se animara a hacerte unos mimitos, vos te sentirías mucho, mucho mejor. ¿Pero quién? ¿QUIÉN puede ser tan buena amiga como para aguantar la respiración y meterse en tu cama?
Captás la idea, ¿no?
Si hay algo que ninguna mujer va a admitir es que la desesperación de un hombre la pone cachonda. Eso solo puede significar que es cierto. Un hombre tan arruinado que va poco menos que arrastrando su patética carcasa por la vida tiene todas las chances de ganarse el corazón de la mujer amada, si juega bien sus cartas.
Dejá de bañarte. No te afeites, no te cortes el pelo. Salí a la calle mal vestido, dejando a tu paso una estela fétida de cigarrillo mojado y sudor rancio. Que la bebida blanca sea tu leche y tu pan de cada día. Y así, en ese estado de supremo abandono, caele en la casa, colgate de ella cual orangután del árbol, y con lágrimas en los ojos gritale al oído «¡quiero nana!».
Las chances dicen que esa noche tu amiga entrega.


Tip #4
Superación.

¿Que no entregó? ¡Turra de mierda! Bueno, tranquilo. Si dar lástima no funcionó, andate para el otro extremo. Bañate, afeitate, etcétera etcétera. Luego conectate a tu red social preferida y pedile a todos tus contactos femeninos que empiecen a nombrarte, etiquetarte en fotos y toda la bola. La idea es darle celos a tu amiga. Ella no va a entender qué le pasa. Solo va a sentir que le están robando a su hombre. Ahí es cuando te tenés que hacer el superado y decirle que no pasa nada y que ellas son solo amigas a las que les gusta coger con vos de vez en cuando, y que está todo bien si ella quiere prenderse también.


Tip #5
Penitencia.

Gracias al tip #4 perdiste las pocos contactos femeninos que te quedaban y ahora estás más solo que el cometa Halley. La culpa es tuya por no tener tacto. ¿Cómo vas a pedirles a las pobres minas que te agradezcan por haberlas cogido? Y de última, lo hubieras hecho por privado; no spammeando sus muros. Ahora vas a tener que mantener perfil bajo, no sea que los novios de las flacas te encuentren y te rompan las falanges. Perdés dos turnos por atrevido.


Tip #6
Contemplación.

Observala. Estudiala. Aprendé de ella. Y con los datos que obtengas tratá de entrarle al mail y al Facebook. Las minas son boludas; seguro usa de contraseña el nombre del perro o de algún sobrino. Cuanto más sepas de ella, más chances tendrás de acceder a información privada, lo que te permitirá saber aun más de ella. Y como el conocimiento es poder, vos serás el hombre más poderoso en su vida. Un Gokuh del amor.
A recordar: cuando termines de revisar todas sus cuentas, borralas, para que nadie más pueda acceder a esa información. Eso te dejaría en una posición privilegiada para alcanzar su corazón. Podés convertirte en el hombre que ella le cuenta a su psicóloga que necesita.


Tip #7
Generosidad.

Ok, como todo lo demás evidentemente no está funcionando, probemos lo que mencionamos en el Tip #2: enviale un par de fotos tuyas en bolas, a ver qué onda. O sea, la mujer y el hombre no son muy diferentes; ¡son de la misma especie, che! Vos te calentás viendo fotos de mujeres desnudas, aun si son tus amigas (sobre todo si son tus amigas). Si le enviás una fotito de tu masculinidad en su máximo esplendor, alguna fibra sensible le tenés que tocar.
Dale, adjuntale la foto. Ponele de asunto “Fotos de mi gato”, así entra confiada. Tenete fe que cuando te vea como el diablo te trajo al mundo, caerá rendida a tus pies.


Tip #8
Sumisión.

¡Pedile perdón de rodillas! Llorá como nunca lloraste en tu vida, hijo de puta. ¡Hacé lo que haga falta, pero que no te abandone! ¡No podrías soportar otra pérdida! Primero tu madre se va de casa, luego la muerte de Don Lucero en Cebollitas, ahora esto! ¡Tenés que recuperarla!


Tip #9
Privación ilegítima de la libertad.

Vamos a decir las cosas como son, sin vueltas, como gente adulta: es posible que se te haya ido un poquito de las manos el asunto. O sea, ¿quién puede decir en este mundo tan loco cuál es la diferencia entre una travesura infantil y un crimen no excarcelable? Definitivamente yo no. Es más, te diría que no tengo nada que ver con todo esto, pero el caso es que tu amiga está ahora encadenada a la estufa en tu pared, gritando como marrana a la que están por degollar. Y la piba tiene todas las razones para creer que la van a degollar.
Pero bueno, lo único que se puede hacer es tratar de sacar provecho de la situación y decirle lo que sentís hacia ella. Cerrá la puerta con llave, abrí tu corazón y contale lo que sentís. Como te salga, aunque tus palabras no sean las mejores. Aunque ella no te escuche, tan ocupada como está mordiendo las ligaduras en sus muñecas. Si por una vez hacés lo correcto y actuás de buena fe, quizás ocurra el milagro. Quizás el amor que es tan caprichoso por una vez se vuelva racional, y ella entienda que vos sos el mejor hombre que ella podría tener al lado. Vos, que te tomaste tantas molestias, que cometiste tantos errores, solo para llegar a este momento. Vos, que sos un buen hombre. Vos que sos EL hombre. Vos que merecés alguien que de verdad te quiera y te acepte como- ¡LLEGÓ LA POLICÍA! ¡CAGASTE HIJO DE PUTA!


Tip #10
Aceptación.

Tranquila, nena. Ya está, ya pasó. Se terminó la pesadilla. Por fin vas a tener paz. Ese loco no te va a joder nunca más. Tengo amigos en la cárcel y me voy a encargar de que lo hagan levantar el jabón todos los días, ¿ok? Vos quedate tranquila, que ahora estás segura. Si necesitás un amigo para hablar de todo esto, sabés que acá me tenés. Sabés que estoy para lo que necesités. Y también doy muy buenos masajes, sabés, para ayudarte a sacar todas estas tensiones. Mirá, ¿por qué no me aceptás en Facebook y la seguimos por ahí? ¡Tengo unas fotos de mi gato que te van a encantar!

8 de marzo de 2013

Perro


El 23 de Marzo, en su último día de vida, Silvana Olazar, de veinticuatro años de edad, despertó reprochándose en voz alta el haberle prestado a una compañera su único ejemplar de La Metamorfosis. El lunes a las diez debía entregar el trabajo práctico y para el domingo se había propuesto no abrir un solo libro.
Mientras hacía la cama trazó mentalmente el plan de actividades para la mañana.
Ante todo el desayuno: mate, yogurt de ciruelas y galletitas de salvado con mermelada de durazno. Luego llamaría a su madre, con la que calculaba que hablaría unos veinte minutos. Inmediatamente después se ducharía. A las once recalentaría la porción de pizza napolitana que había sobrado de la noche anterior y la comería.
Pasó unos cinco minutos en el cuarto de baño durante los cuales no pensó en nada relevante. Al salir se dirigió a la cocina. Descorrió las cortinas del ventanal que daba al balcón, encendió una pequeña radio sobre la mesada y comenzó a preparar el desayuno, todo el tiempo pensando en si quería o no ver de nuevo a su novio esa noche.
No tuvo tiempo de decidir; como si las cuatro hornallas hubieran estado abiertas de par en par toda la noche, el chispazo del encendedor desató una terrible llamarada que en fracciones de segundo se expandió por toda la cocina. La explosión fue tan violenta que destrozó completamente el ventanal, llevando consigo un centenar de trozos de vidrio y de humanidad chamuscada que cayeron como lluvia humeante sobre  el patio interior del edificio. Parte del piso de la cocina cedió y se desplomó sobre la mesa del comedor del 11B, cuyo dueño se encontraba aun durmiendo.
Silvana, por su parte, recién comenzaba a salir del shock.
Los primeros movimientos solían ser involuntarios (temblores, torsión del abdomen, el cuello y las extremidades, respiración espasmódica, ojos en blanco, uñas clavándose en las palmas de las manos). Con frecuencia se caía de la silla y se retorcía en el suelo por varios segundos. Esta vez no fue el caso. Tras un breve escalofrío que recorrió toda su columna vertebral, abrió los ojos y se descubrió a sí misma en la pequeña habitación gris que tanto odiaba.
Todo seguía en su lugar, como si nada jamás se hubiera movido. El escritorio de metal, las paredes de cemento sin pintar, la puerta de madera blanca, el hombre de traje gris y cabeza de perro negro. Era un cuadro que nunca había cambiado y que nunca iba a cambiar. Ese fue su primer pensamiento racional en esta ocasión.
Recordó fugazmente una de sus primeras visitas a la habitación gris (muy probablemente no sería de las primeras en su vida, pero sí estaba entre las primeras que recordaba). Fue a los seis años, tras haberse ahogado en la piscina de la colonia vacacional a la que asistía. No recordaba bien los detalles o exactamente qué la impulsó  a pararse y dirigirse hacia la pared de cemento. Solo recordaba estar arañándola y mordiéndola con los ojos llenos de lágrimas. Recordaba gritar y la sensación de sus dientes quebrándose contra el revoque. Recordaba la frustración de saber que todo era inútil; que la habitación y ella misma retomarían su forma original en cada visita.
A los seis años ya entendía eso a la perfección, pero no le importaba. No podía importarle. Una y otra vez arremetió contra las paredes, ya sea vistiendo un traje de baño, un vestido de primera comunión, un pijama o desnuda. Fueron los momentos de mayor claridad de su infancia y al mismo tiempo los más insustanciales, porque no los recordaría al volver al mundo de los vivos. Seguiría con su rutina de niña de seis, siete, ocho, nueve años como si no hubiera pasado nada. Porque nunca pasó nada. Nunca se ahogó en una piscina, ni se electrocutó en la bañera, ni fue muerta por un perro de la calle. Así como tampoco se encontró a sí misma en ninguna habitación gris frente un monstruoso oficinista con cabeza de perro, ni se reventó la cara golpeando paredes, buscando una forma de canalizar toda su frustración.
El hombre de gris, como aquella vez, como todas las veces, permaneció impasible. Sentado inmóvil en su escritorio sin mover un músculo, sin desviar su opaca mirada, esperaba.
   Otra vez… —murmuró Silvana.
Señorita Olazar, lamentamos mucho su inconveniente —dijo con voz suave y monótona el hombre con cabeza de perro, y como en cada ocasión, abrió el cajón de su escritorio metálico, extrajo un expediente sin rótulo, lo abrió y leyó en voz alta—. Usted ha sido víctima de una anomalía que interrumpió la continuidad de su existencia terrenal.
Hacía años que Silvana ya no oía las declaraciones de aquel ser extraño. Tras un sin fin de repeticiones había aprendido tan bien como él cada palabra, cada pausa, cada variación en el tono. Podía hasta adivinar el ritmo de su respiración y los latidos de su corazón, si es que tal criatura estaba viva.
Era un momento era preciado para ella y solía aprovecharlo para meditar. Las palabras del empleado conformaban un perfecto metrónomo que marcaba el ritmo de los pensamientos de Silvana. Se habían vuelto útiles.
De nuevo pensó en él. En las reacciones que provocó en ella a lo largo de su vida. Del horror inicial, a la repulsión, a la ira, a la pena, a la nada. Era un ser insondable, tanto física como emocionalmente. No podía ser tocado. Ni él, ni su silla, ni su escritorio, ni la lámpara sobre su escritorio. Solo se lo podía ver y oír, lo cual era lo mismo que nada ya que parecía estar programado para no modificar el más mínimo detalle de su conducta en cada una de sus presentaciones.
Siempre vestía el mismo traje gris, la misma camisa celeste, la misma corbata blanca. Su aspecto era impoluto, su postura perfecta, sus gestos ensayados. Sus manos eran las de un hombre de edad madura. Su cuello y cabeza estaban cubiertos de pelo negro, corto y muy limpio. Tenía un hocico prominente, dientes blancos y agudos y una sorprendente dicción que siempre había llamado la atención de Silvana.
Mil veces buscó algo dentro de él. Un rastro de empatía, de duda o siquiera de miedo. Algo que sugiriese que se escondía una voluntad detrás de ese par de ojos muertos. Silvana, en quizás dos décadas de conocerlo, le había expuesto el más amplio espectro de emociones. Sus ojos verdes fueron su voz cuando su garganta ya no podía gritar o su mente se desmoronaba. Pero nunca encontró aquella chispa de luz que delata a un ser humano. Hacía tiempo había llegado a la conclusión de que tras esa mirada pétrea bien podía no haber nadie, y entonces dejó de buscar.
    Ante todo quisiéramos decirle que sentimos profundamente su confusión y su dolor… Pero, le rogamos que no se alarme. Estamos aquí para asistirla y guiarla en el proceso de restablecimiento al plano terrenal. Si tiene alguna inquietud para plantear, estamos para escucharla…
Proseguiría con su mensaje si ella no emitía palabra en exactamente seis segundos. Silvana lo hubiera podido comprobar de haber tenido la buena ocurrencia de morirse vistiendo un reloj pulsera, o si dentro de esa habitación existiera algo remotamente parecido al concepto de tiempo.
Lo dejó seguir mientras ella repasaba por última vez algunas partes de la larga cadena de suposiciones que había construido a lo largo de los años. Porque el oficinista no aportaba información de ningún tipo y había quedado en ella generar sus propias hipótesis sobre el lugar en el que se encontraban.
No tardó mucho en deducir que la habitación era una especie de limbo administrativo regido por leyes tan peculiares como arbitrarias: cada vez que moría en el mundo real, aparecía en la oficina de revoque gris, donde luego de una breve explicación que no explicaba nada un oficinista con cabeza de perro le pedía que firmara un suerte de forma legal y luego se retirase por una puerta blanca. Silvana volvería a su mundo en los instantes previos al accidente que le habría costado la vida. Volvería sin ningún tipo de recuerdo post mortem, evitaría de alguna manera el accidente y seguiría viviendo el resto de su existencia sin mayores sobresaltos.
Ese era el sistema a grandes rasgos. El problema estaba en los detalles.
En primer lugar estaba la sobreabundancia de anomalías. El promedio era de diez por semana, con record de seis veces en un mismo día cuando tenía veintiún años. Accidentes fatales, la mayoría de las veces absurdos, injustificados y violentos, como la falla catastrófica de un horno a gas que hasta entonces había funcionado bien, y que luego del trámite restaurador seguiría funcionando bien.
Otro problema era el tiempo. O la ausencia del tiempo. O la falta de sucesión, más bien. Si tomaba a la habitación gris como un espacio fuera del tiempo donde no existía posibilidad de avance o retroceso, entonces cada una de sus visitas era la primera. Eso explicaba el constante restablecimiento de la habitación y de su propio cuerpo luego de alterarlos. Ningún tipo de interacción era significativa: el perro repetía la misma rutina a la perfección porque era la única vez que la hacía.
Lo que Silvana nunca había llegado a comprender —y que consideraba el verdadero tormento de su existencia actual— era la linealidad de su propia memoria: en la oficina recordaba todo, incluso lo que la Silvana del mundo de los vivos había sido contractualmente obligada a olvidar. A los recuerdos tan poco trascendentes de su vida terrenal debía sumarles el de un sin fin de muertes violentas, dolores paralizantes, fracturas y mutilaciones; los cuales luego serían efectivamente borrados de manera tal que nunca hubieran sucedido. Así, con cada una de sus visitas a la habitación gris recibía el conocimiento acumulado de un sin fin de tragedias inexistentes a lo largo de su vida.
El hombre con cabeza de perro empezó a hablar sobre la anomalía que había hecho explotar su cocina. Lo dejó seguir, mientras repasaba un episodio no ocurrido a los dieciséis años.
Estaba paseando en un centro comercial con varias amigas del colegio. Recordaba que pasaban frente a los locales de ropa, gritando y riendo —recuerdos de otra vida. Pensó que en ese instante jamás se le hubiese ocurrido que la vidriera de un negocio podría, sin estímulo alguno, derrumbársele encima. Era físicamente imposible, o cuando menos muy improbable. Naturalmente, el enorme vidrio se desplomó sin causa aparente sobre ella, partiéndose en varias partes y cercenando, entre otras cosas, la arteria femoral de su pierna izquierda.
Morirse desangrada la angustiaba enormemente. De las muertes instantáneas se despertaba solo con la imagen residual de un dolor terrible; casi no daba tiempo a la emoción. Pero con los desangramientos sobrevenían toda clase de desesperaciones, no solo de ella, sino de las personas que estuvieran en ese momento a su alrededor. Entonces moría entre gritos y lamentos, propios y ajenos, y el recuerdo traumático la seguía hasta la habitación de revoque gris, donde se mezclaba con recuerdos similares.
En esa ocasión despertó muy afligida y lloró por varios minutos mientras el hombre con cabeza de perro repetía su discurso por tercera vez en la semana. Cuando este le ofreció su apoyo incondicional, Silvana preguntó entre lágrimas:
— ¿Por qué me pasa esto a mí? ¿Por qué tengo que sufrir una y otra vez?
Señorita Olazar —respondió el oficinista, sin responder nada—, la anomalía que se produjo no pudo ser prevenida. Por eso le ofrecemos este servicio.
¡¿Pero por qué a mí?! —gritó Silvana—. ¿Por qué solo a mí? ¡Nunca, ni una sola vez, vi que a otra persona le pase algo siquiera parecido a las cosas horribles que me pasan a mí!
Dentro de esta oficina solo le está permitido tener recolecciones de las experiencias personales.
¡Siempre a mí sola! —seguía llorando, aunque no lo deseaba. Suspiraba hondamente entre cada palabra—. Nunca me tocó morirme junto a otra persona. ¡Siempre sola! ¡¿Cómo puede explicarme eso?!
Dentro de esta oficina, solo le está permitido tener recolecciones de las experiencias personales —repitió el perro—. Recolecciones de otro tipo corresponden a otros departamentos.
No lo entendió entonces. Pasó mucho tiempo hasta que pudo recordar y reinterpretar esas palabras. El empleado le había dado a entender no solo que había padecido muchas otras muertes de las cuales no estaba al tanto, sino que otras personas bien podrían estar en su misma posición.
Se llevo los dedos de la mano izquierda a la cabeza. El empleado ahora estaba leyendo una ficha del expediente. Autorizaba una disposición alternativa de los sucesos ocurridos en la mañana del 23 de Marzo. La mención de cada fecha representaba una alteración en su discurso, pero nadie hubiera advertido la diferencia.  
Pensó en su viaje de egresados a Bariloche, cuando tenía diecinueve años. No recordaba el accidente en sí (una electrocución como tantas otras) sino todos los eventos previos a él. Se veía a sí misma bailando sonriente junto a sus amigas. Iban las ocho disfrazadas de parca, con botas, medias de red y un tul negro envolviendo los senos y deviniendo en capucha. En una mano, un enorme vaso de plástico rebalsando cerveza; en la otra, también de plástico, una guadaña de juguete. Bailaba con sus amigas una alegre danza macabra.
En esa absurda imagen pensaba Silvana mientras intentaba definir una resolución, sentada frente al hombre con cabeza de perro, que seguía entonando legalismos con voz monocorde.
Pensaba en Silvana. En la otra Silvana. En aquella joven que ya entonces no era ella. Esa chica definida por el simple —y tan irreal— hecho de vivir ininterrumpidamente. Pensaba en su sonrisa, en su inocencia. La veía bailar, beber, besarse con chicos desconocidos, tan odiosamente ajena a lo que en verdad sucedía. Pero no podía culparla. Se limitaba a envidiar tiernamente su ignorancia. Veía a la otra Silvana como una versión ideal de ella misma; la protagonista de un sueño, tan lejana, tan diferente. Y ella, la soñadora, despertaba con horrible frecuencia en ese mundo real, desnudo y cuadrilátero, sintiendo una indecible pena ya no por ella misma (que a fin de cuenta, solo padecía el recuerdo de un dolor), sino por la otra, la ideal, la pura. La que tenía que ver morir.
El hombre con cabeza de perro le explicaba ahora las condiciones de la devolución. Ella volvería a vivir aquel 23 de Marzo sin ningún tipo de recuerdo o evidencia física de todo lo acontecido o percibido en la oficina gris.
Ella despertaría. Recordaría su libro prestado, haría la cama mientras planea sus actividades de la mañana, pasaría por el cuarto de baño y finalmente iría a desayunar. En algún punto cambiaría su antojo de mate por el de té con limón. Acudiría al horno de gas y lo encontraría funcionando perfectamente. Luego seguiría viviendo.
Terminada la exposición legal, el oficinista giró hoja que estaba leyendo, la deslizó por sobre el escritorio hasta dejarla frente a Silvana y colocó su pluma a un lado. Con su habitual amabilidad, le rogó a la señorita Olazar que firmase sobre la línea punteada, al lado de la equis escrita a mano. Esta era la única interacción posible que le permitía a Silvana tocar algo que no fueran la silla, las paredes o la puerta cerrada. No le llevó muchas muertes darse cuenta de que no podía vandalizar ninguno de los objetos en forma alguna, por lo que solo se limitaba a firmar y salir por la puerta blanca.
Pero en esta ocasión, Silvana no tomó la pluma. Permaneció sentada, con sus manos sobre las rodillas, en calma.
No —respondió, y luego agregó—. Y sé que puede esperar toda una eternidad en silencio hasta que firme y me vaya. Pero ya no va a suceder. Le exijo una alternativa.
Señorita Olazar —dijo el hombre de gris—, no hay alternativa. Usted firma y vuelve a vivir su vida. ¿Qué más quiere?
Mi vida. Esa no es mi vida.
Señorita, si su existencia terrenal no le satisface, es libre de volver y terminarla voluntariamente.
Usted no entiende —respondió con voz leve y pausada—. Jamás se me cruzaría la idea de matarme. Soy feliz, vivo una vida plena. Tengo amigos, familia, un novio. Nunca me morí. Nunca sentí dolor. Nunca lo conocí a usted.
Tras una breve pausa que Silvana encontró auspiciosa, el oficinista volvió a inquirir:
  ¿Qué es lo que quiere?
  Quiero ser yo —dijo Silvana en voz baja esforzándose por reprimir una lágrima—. Quiero ser yo. La que soy ahora.
Lo que pide es imposible. Todo lo que suceda en este espacio necesariamente-
¡No es imposible! —gritó Silvana—. ¡Será imposible para ese papel, no para mí! Esa persona no soy yo y usted tiene la obligación de dejarme ir.
Se puso de pie. Por primera vez en su vida estaba en control.
El hombre con cabeza de perro, por su parte, permanecía inmóvil; detrás de sus ojos turbios no había aparecido aquella chispa que Silvana hubiera esperado encontrar en ese momento. Pero había algo diferente en él. Un parpadeo más largo de lo habitual o una minúscula inclinación del hocico. Tal vez sus pupilas eran más grandes.
Señorita, estamos obligados a advertirle… —dijo, con la impotencia de un esclavo.
No —interrumpió Silvana, apoyando de golpe ambas manos en el escritorio e inclinándose gradualmente hacia adelante—. Usted no debe advertirme nada. Yo debería ser la única dueña de mi vida. Y en vez de eso, ¡estoy atrapada acá con usted! ¿Sabe lo que es estar atrapado? ¿Se da una mínima idea?
Temblaba. Pero no lloraba. No se permitía llorar.
No quiero echarle la culpa. Seguramente usted no tenga nada que ver —exclamó, con una mirada llena de pena y amor. Se tropezaba con sus palabras, que salían torpemente de algún lugar profundo y desconocido—. Pero necesito ser yo… como sea. Necesito ser una sola persona. Y voy a afrontar las consecuencias. Yo sé lo que puede llegar a pasar. Y francamente no me importa si me muero, si me muero siendo yo.
El hombre permaneció en silencio, con la mirada turbia clavada en la mujer. Silvana continuó:
— Yo sé que no hay un hoy en este lugar, que tampoco es un lugar. Pero hoy se termina. Hoy no firmo, y me voy. Me voy a despertar en mi cama el 23 de Marzo, y voy a desayunar lo que se me ocurra que quiero desayunar, y a ducharme y a llamar a mi madre. Y me llevo conmigo todos mis recuerdos, por terribles que sean. Me voy sabiendo quién soy y sabiendo todo lo que pasó acá… Y no tengo idea de qué le va a pasar a esa chica, pero necesito más recordar de lo que ella necesita olvidar.
Observó el silencio del hombre y se dio cuenta que era un perro. Dio media vuelta y se acercó a la puerta blanca. Con la mano sobre el picaporte, cerró los ojos y agregó:
Usted no puede entenderlo… No ser uno. Ser otro…
Abrió la puerta y salió.
El 23 de Marzo, en su último día de vida, Silvana Olazar, de veinticuatro años de edad, despertó gritando con una intensidad que nunca se creyó capaz de alcanzar. Entre  convulsiones logró destaparse y cayó de cara al suelo con la boca abierta de par en par, esforzándose por llevar un poco de aire a sus pulmones rígidos. Avanzó como pudo, arrastrándose, sacudiendo sus extremidades con un vigor y un salvajismo hasta entonces desconocidos. Para cuando logró salir de su habitación ya tenía rotos todos los dedos de las manos.
Desprovista de sus sentidos, logró incorporarse y avanzar apoyándose contra la pared, que al rozar su piel le daba la sensación de estar siendo apuñalada por un millar de agujas al rojo vivo. Finalmente llegó a la cocina. Se irguió, tragó un sorbo de sangre y enfocó sus ojos ciegos en el ventanal que daba al patio interior del edificio.
Entonces comenzó el dolor.
Cada laceración, cada quemadura, cada descarga eléctrica, cada contusión, cada fractura. Todas y cada una de las dislocaciones, los desgarros, los desmembramientos, los corazones perforados, los dientes rotos, los ojos vaciados, las vísceras revueltas, la piel derretida, los cráneos aplastados. Todas las muertes acaecieron al mismo tiempo sobre la mente de Silvana, o de aquella otra Silvana. Fueron tantas y tan intensas que su cuerpo no dio abasto somatizándolas. Y a cada muerte se sumaba una serie interminable de furias, miedos y llantos. Sintió la desesperación de un millar de testigos ausentes, muchos anónimos, muchos amados, y la desesperación propia al ver rostros de su niñez torcidos por el miedo y el espanto. Rebalsada por el dolor físico y mental, aun podía sentir una inexplicable culpa, una infantil envidia. Y vio más allá de su Universo de dolor, otro Universo gris, donde una gárgola quimérica, parodia de hombre moderno, la contemplaba con tristeza detrás de una mirada turbia y eterna. Y aun más allá, otra cara mucho más atroz: ella misma. Pero otra. Un ser deformado, templado en el dolor y la agonía crónica. Un reflejo nefasto devuelto por un espejo roto mil veces. La culpable.
Sosteniendo en alto su grito —que jamás encontró interrupción—, Silvana corrió hacia el ventanal, llevando consigo un centenar de vidrios rotos que apenas sintió en su carne. Se abalanzó sobre el balcón y sin dudarlo saltó al vacío.
La caída se le hizo eterna, pero el impacto fue breve.
Abrió de nuevo los ojos y le llevó unos instantes adaptarse a la luz. Inmediatamente reconoció la silla y las paredes. De nuevo el escritorio. Estaba a punto de gritar cuando terminó de enfocar su mirada y divisó frente a ella un ser diferente. Era un niño de unos seis años de edad, llorando y temblando de miedo.
Entonces ella también sintió un indecible miedo. Su pecho apretado, su boca seca. Una sensación electrizante recorría sus nervios. Quiso agarrarse la cabeza pero no pudo. Quiso pedir una explicación pero no pudo. Quiso llorar, pero en vez de eso miró al niño y le dijo con voz suave y monótona:
— Señor López, lamentamos mucho su inconveniente.

1 de marzo de 2013

Hibari no Shitashi - Capítulo 3


Lo único bueno de un día en Shibuya es que eventualmente termina. No falta mucho. Salida de la escuela. Despedida breve. Cada cual por su camino.
Iré a casa, solo, como de costumbre. Entraré. Me detendré frente a la puerta. Me sacaré las zapatillas y me pondré esas pantuflas raras que uso para estar en la casa. Dios, el olor que deben tener a esta altura.
Merendar. Sentarme en la computadora. Masturbarme. Cenar. Masturbarme. Acostarme. Masturbarme y dormir. Mi vida.
La parte más emocionante es cuando sueño. Dejo atrás esto que soy y me convierto en otro. Ya no estoy solo. Ya no hay supermodelos vírgenes de pelo fluorescente. No hay música rara. No hay pescado crudo. No hay ideogramas ilegibles. Nada. Solo yo siendo yo por un par de horas.
Falta menos. El cielo está rojo. Los árboles se despluman poco a poco. Se está haciendo tarde.


Kyoko:
“Vas a chocar con alguien.”
Shitaro:
“¿Eh?”
Kyoko:
“Si sigues mirando para cualquier lado mientras caminas, vas a chocar con alguien.”

Qué buena que está Kyoko. Cada tanto es de hacer esas cosas. Salirte al paso y tirarte una frase matadora. Debe ser la inteligente del grupo. ¡Flor de neuronas, mamasa!

Shitaro:
“No soy estúpido. Puedo caminar y meditar sobre la vida al mismo tiempo. Gracias por tu preocupación.”
Kyoko:
“No dije que fueras estúpido. Solo que ibas a chocar con alguien…”

Una suave brisa otoñal movió sus cabellos y el moño de su uniforme. Es la compañera de Hitori. Apenas la conozco. Apenas me conoce.

Shitaro:
“Tengo corazón latino, nena. Estoy en pleno control de mis habilidades motrices.”
Kyoko:
“Puedes medir tus pasos, pero aun así debes estar atento a los demás”

Sos hermosa. Me encantás. Daría cualquier cosa por estarte encima en este momento. Amo tu cara poligonal. Amo los dos tonos de tu piel. Amo tu nariz microscópica.

Shitaro:
“Ustedes se están tropezando todo el tiempo. Les encanta la comedia física, eh. Dejame decirte que el humor es más que un resbalón en la vía pública. Para que algo sea gracioso tiene que darse un juego con la realidad.”

Te amo Kyoko. Te amo. Dejame ser tu único hombre. Dejame agregarte a una red social  y calentarme con las fotos de tus vacaciones en la playa. Dejame saltar una noche a tu terraza para oler tu ropa interior tendida. ¡Dejame afeitarte la cabeza y comer tu pelo!

Shitaro:
“Tiene que darse algo más. Algo inesperado pero consecuente. Un artificio justificado. Una… Una razón…”

Te amo. No te conozco pero te amo. No puedo dejar de mirarte. No sé si caminamos o flotamos. Me tiembla el lado anterior de los brazos. El corazón me late cada vez más rápido. Y tus ojos… Esos enormes ojos de plato hondo. ¡Los adoro! ¡Y esas manitos! ¡Y ese hermoso par de-

¡CRASH!

Una señora entrada tanto en años como en kilos pilotea su bicicleta directo a mi ingle.
Caigo con un velocípedo atorado en las bolas. La señorita grita algo en chino. Intenta salir para adelante. Se escucha un alarido de nueces rotas. Frena. Da marcha atrás, llevándose medio litro de testosterona en los rayos de la rueda. Kyoko, a un lado, observa atónita la escena dantesca. Clímax estruendoso. La señora y mi honor se van para siempre.

Shitaro:
“¡YA SÉ! ¡YA SÉ! ¡NO DIGAS NADA!”
Kyoko:
“. . .”

Me tiende la mano y de un tirón me ayuda a levantarme. No parece interesada en revisar mis genitales para ver si están bien. Yo tampoco.

Shitaro:
“Bueno, uhm, creo que me voy a ir a mi casa a llorar un rato. Gracias por tu comprensión.”
Kyoko:
“¡Espera! Nuestra conversación se estaba poniendo interesante. Quizás podamos seguirla en un café. ¿Qué dices?”


Ok, tranquilo. Ya estás acá. Tranquilo. Relajate. Respirá hondo. ¡Concentrate! La piba está sentada frente a vos, esperando que hables. La única forma de que esto salga bien es que midas todas y cada una de tus palabras antes de que salgan de tu boca. Chequealas tres veces si hace falta. Si hablás sin pensar vas muerto. ¡Relajate, carajo! Vamos que sale. Tranquilo. Aclará la garganta.

Shitaro:
“Ujum…”

Bien. Hasta ahora vas bien. Ahora tranqui, rompé un poco el hielo.

Shitaro:
“Me gustan tu culo y tus tetas.”

¡Sos un hijo de puta!

Kyoko:
“¡¿Cómo dices?!”
Shitaro:
“Que sirven muy buen café en este lugar.”
Kyoko:
“Oh, sí. Es delicioso. He recorrido todos los coffee shops de Shibuya y, creeme, este es el mejor. Nada se compara al expresso que sirven aquí. Tienes que probar el ristretto cortado con coñac y canela. Marcará un antes y un después en tu vida.”

Esta chica actúa sospechosamente normal. ¿Dónde estará el chasco…? Ya me voy a enterar.
Pero no te distraigas. Ya rompieron el hielo; ahora tenés que mantener la charla fluida por media hora, ponele. Son estudiantes, seguro comparten actividades en común. Preguntale.

Shitaro:
“Che Kyoko, ¿a qué me dedico?”
Kyoko:
“Esa es una pregunta extraña… Bueno, creo haberte visto en el club de lectura de la escuela.”
Shitaro:
“Odio los libros…”
Kyoko:
“Eres el presidente.”
Shitaro:
“…pero me encanta leer. ¿Y vos con qué matás el tiempo?”
Kyoko:
“No hago mucho… Estudio para el examen de ingreso a la universidad. Quiero entrar con una buena calificación, para allanar el camino. Bueno, luego está la escuela. No queda mucho para que termine, y las materias son fáciles. Para mí, al menos. Hitori siempre se está quejando de que le resulta difícil. Pero eso porque no estudia. Yo la ayudo siempre que puedo. Quizás algún día podríamos juntarnos los tres y prepararnos juntos.”

Eso. Mirala a los ojos y fingí que prestás atención. Mové la cabeza cada tanto, como si estuvieras asintiendo.
Lindo lugar este. Por alguna razón imaginaba que todo en esta ciudad sería pesadillesco, hasta las cafeterías. Pero está bastante, bastante bien esto. No tengo la más puta idea de qué será un ristretto ni quiero averiguarlo tampoco, pero el café es riquísimo. Música de ambiente, tranquila. Iluminación cálida. Mucha madera, nada de plástico. Me encanta. En cuanto aprenda cuál es papel-moneda de Shibuya, voy a empezar a venir.
¿Cuánto tiempo pasó? Once minutos ya. Hora de atacar. Avanzá con cuidado. No hagas la de recién.

Kyoko:
“Pero lo que realmente me empujó a estudiar piano fue haber escuchado los études de Chopin cuando tenía seis años… Fue un momento difícil para todos en mi familia. Y escuchar «Tristesse» de alguna manera me hacía sentir menos sola…”
Shitaro:
“Totalmente. Y decime, Kyoko: ¿tenés novio?”
Kyoko:
“No…”

¡Bieeeeeeeen!

Shitaro:
“Ajá…”
Kyoko:
“Tengo un amante.”

¡NOOOOOOOOOOO!

Shitaro:
“Ajá…”
Kyoko:
“Es una relación complicada… Pero cuéntame tú. ¿Alguna vez te enamoraste de verdad?”


Shitaro:
“Yo… no lo sé. Realmente no… No lo sé…”

Kyoko me mira, confundida. Le da un sorbo a su café expresso. Tiene ganas de decir algo. Yo me adelanto.

Shitaro:
“Se está haciendo tarde.”
Kyoko:
“Sí. Ya deberíamos irnos. Mañana hay escuela.”

Apuramos el café y nos levantamos para salir. Pago lo consumido. O eso creo, porque ni puta idea de cómo son los billetes acá; vuelco sobre la mesa todo el contenido de mi billetera y encaramos para la puerta.
Kyoko apoya una delicada mano sobre el vidrio esmerilado de la puerta de entrada. Se detiene, da media vuelta, me clava esa mirada inteligentísima que tanto me calienta y con su mejor sonrisa inquisidora lanza la última pregunta de la noche.

Kyoko:
“¿Obtuviste de esta cita todo lo que esperabas?”

No quiero terminar otra interacción con una bofetada. Pensá BIEN lo que vas a decir.

Shitaro:
“El mejor coffee shop de todo Shibuya …”

Salida del café. Despedida breve. Cada cual por su camino.
Comedia física… A veces la extraño.