30 de agosto de 2022

Un final

Me gustaba mucho Mauricio. Era como un Buda rechoncho y cabezón, todo gris, de ojos vidriosos y maullido grave (no recuerdo sus maullidos pero los imagino graves). Lo veía siempre durmiendo al sol, en una casa a un par de cuadras de casa. Si no estaba tirado en el pasto del jardín, lo veías sentado en la vereda, o sobre esa caja cuadrada llena de tubos de gas que tienen todas las casas.

Daba gusto acariciarlo. Tanto, que decidí cambiar mi ruta habitual para llegar a la escuela donde trabajo solo para poder rascarle la cabeza de pasada.

Un día dejé de verlo. Lo volví a ver una semana más tarde, aproximadamente, con un collar isabelino y una patita delantera afeitada (advertencia: es probable que llores leyendo este texto; considerá la posibilidad de dejarlo para otro momento).

Otro día vi por primera vez al dueño entrando a la casa. Era de tarde y yo volvía de la escuela. Me saqué los auriculares y lo saludé. Me presenté como un vecino que siempre acariciaba a su gato y le pregunté por su estado de salud. Me dijo que estaba teniendo problemas con los riñones pero que ya estaba mucho mejor. También me dijo que se llamaba Mauricio, que lo había adoptado hacía un año, porque lo habían abandonado, y que todos los chicos que salían de la escuela lo acariciaban al pasar frente a su casa. Era un hombre de unos sesenta años, muy simpático; me generó la impresión de que vivía solo con el gato.

La última vez que vi a Mauricio lo encontré sentado en el pasto del jardín. Lo llamé. Intentó levantarse para venir a saludarme pero se quedó quieto, petrificado, con la mirada clavada en la nada. Esperé unos segundos pero no se movió. Me niego a creer que haya sufrido una muerte súbita en ese instante. Lo más seguro es que ya estaba mal e intentar pararse le generó alguna punzada de dolor.

No lo vi por semanas. Un día me crucé con otro gato de una casa vecina y con su dueña. Hablamos brevemente de sus gatos y luego de Mauricio. Me dijo que lamentablemente había fallecido de una enfermedad hacía unas semanas. Cruzamos un par de palabras más. Quizás para no despedirme en una nota triste me comentó que el dueño ya había adoptado un gato nuevo, un cachorro. “Bueno, un final feliz” dije a modo de despedida con inclinación humorística. Sonreí y seguí mi camino.

Un final feliz. Me sentí como un estúpido al momento de pronunciar esas palabras. Caminé las cuadras que faltaban para llegar a mi casa reprochándome la terrible estupidez que acababa de decir.

Un final feliz. ¿Qué podía tener de feliz? ¿Que gracias a una desgracia y como parte de un proceso de duelo un gatito hoy tiene un hogar? Desde el punto de vista del gato, es un comienzo feliz, no un final. Lo que sintió el dueño solamente puede saberlo el dueño. Me habló con amor de Mauricio. Minimizó su enfermedad, tal vez para no preocuparme a mí —un vecino anónimo—. Quizás había tenido tiempo de sobra para entender y aceptar lo que le estaba ocurriendo a su mascota y estaba en paz con los resultados posibles. Puso su tiempo, su dinero, su esperanza, su amor y su fe en la frágil salud de un gato adulto y enfermo que había adoptado hacía un año. Hizo su parte y un poco más. Lo acompañó hasta el final, lo lloró, lo enterró y tras un breve duelo adoptó a un gato cachorro, para darle una oportunidad a otro bicho, pero también porque tenía mucho amor para dar y no era justo que se pierda.

¿Pero final feliz? Ninguna muerte es feliz. Ninguna acción devenida de una muerte es feliz.

Hace cuatro meses se murió mi mamá. Mientras yo acariciaba gatos en la vía pública y trataba de seguir con mi vida de la forma más normal posible, mi madre era objeto de estudios y procedimientos en el hospital público de Vicente López. Meses antes, en enero, me informó que tenía cáncer. No contaba con un diagnóstico en ese momento, pero todo parecía sugerir que había hecho metástasis y era terminal. Nada para hacer más que esperar un milagro.

El milagro no llegó. Mi madre empeoró un poco cada día. Hubo que internarla. Pasó casi un mes en una cama de hospital, comiendo bien, socializando con la chica internada en la cama de al lado y con enfermeras, haciéndose los estudios y análisis que diez años antes le hubieran salvado la vida. En lo que respecta a mí, tuve que convivir con la sensación ambivalente de que mi madre se estaba muriendo pero estaba siendo bien atendida y por lo tanto todo iba a estar bien. Se le puede ganar al cáncer. Se puede convivir con el cáncer. Se puede morir de cáncer pero después de años, ya en paz y con todos los asuntos saldados.

Mi sensación duró poco. Terminó el día en que la trajeron de vuelta a su casa y me descubrí haciendo todo lo posible para no ir a verla. A la semana tuvo que venir mi padre a decirme “mamá preguntó por vos”.

Me dolía verla en la cama, a oscuras. Encerrada para que los gatos no la molesten. Mi papá tuvo que dejar de dormir con ella; reacondicionó una habitación para poder dormir. No lo logró, porque durante las pocas semanas que le quedaron de vida mi madre necesitó ayuda para todo. Así, mi padre aprendió a cocinar, a lavar, a tender ropa y atender a una mujer moribunda que no podía ir al baño sola.

Yo me ofrecía para ayudar con algunas tareas, deseando íntimamente que me dispensen, que me digan que no hacía falta, porque me partía el corazón ver a mi madre tirada en una cama, cada vez más delgada y con el abdomen monstruosamente hinchado. Una tarde le pedí perdón por haberme alejado al principio. Ella me respondió con amor, y me pidió perdón a mí por todo lo que me estaba haciendo pasar, por el dolor que me causaba verla así, por los efectos destructivos que se trasladaban a mi relación de pareja, por los sacrificios que estaba haciendo. “¿Vos no harías lo mismo por mí?”, le pregunté a modo de chiste. “Más”, respondió ella, y no lo dudé por un segundo.

Hubo una serie de últimas veces. La última vez que pudo dormir una noche de corrido. La última vez que pudo comer algo. La última vez vio algo en la tv o jugó con su granja de Facebook. La noche que se la llevaron no hubo despedidas ni momentos solemnes. Solo dolor.

Dos hombres con pocas ganas de trabajar y una camilla entraron a la casa de mis padres. Como pudieron acomodaron a mi madre semidesnuda. El dolor era insoportable. No se despidió de sus gatos, de sus plantas, de su casa. Por última vez atravesó el pasillo que da a la calle. En la puerta se nos cruzamos a mi tía; con lágrimas en los ojos y una sonrisa le dijo “vas a volver”. Yo iba detrás. Todavía están los pedazos de baldosa rota que trababan las ruedas de la camilla y le causaban un dolor indescriptible a mi madre. Me subí —creo que por primera vez— a la parte trasera de una ambulancia. El viaje al hospital fue largo y doloroso.

Me reencontré con mi padre en la sala de espera del hospital. Allí permanecimos hasta eso de las tres de la madrugada. Había gente al principio, pero gradualmente nos fuimos quedando solos. En un momento fui a preguntar si había alguna novedad sobre mi madre. Nos permitieron verla.

La vi sola, en otra camilla, entre paredes y cortinas. Estaba drogada. La saludé sin tocarla y supe que pronto iba a morir.

Nos despedimos al día siguiente. La habían trasladado a la sala donde estaba antes. La cama era otra, las vecinas también. Fui a verla en el horario de visita, a la noche. Ella no podía hablar mucho pero sonreía. Su rostro estaba muy consumido, pero su mirada todavía era la de ella.

Nos tomamos de la mano. Su pulgar se frotaba contra mis dedos mientras yo lloraba y le agradecía por todo lo bueno que me había dado a lo largo de mi vida. Todo lo bueno que vino de ella y que a través de mí volvería al mundo. Le acomodé la almohada y me despedí con un “hasta luego”.

Al otro día volví a visitarla, pero su pulgar no se movía y su mirada ya no era la de ella.

Murió al día siguiente, un jueves. Al día siguiente fui a dar clase.

Hace unos días, hablando con una preceptora hice alarde de mi presentismo.

— Falté un solo día en todo el año —comenté alegremente—. El día que murió mi madre.

La pobre mujer me miró con horror. Me di cuenta de lo que había dicho y traté de acomodarla.

— Ah, tranquila. Fue hace unos meses. Ya lo superé.

La preceptora trató de articular una respuesta. Mencionó que su padre había muerto de un paro cardíaco ocho años antes. Estaba nerviosa, visiblemente incómoda. Le pedí disculpas por el mal momento.

¿Ya lo superé? Faltaba hablarle de un final feliz, nomás. Es obvio que no superé un carajo, simplemente dejé de pensar en ello. Escondí mi dolor hasta de mí mismo. Esa fue siempre mi respuesta ante la muerte: esconderme. En sus últimos días me escondí de mascotas, de abuelos, de mi propia madre. Hasta me escondí del dolor que podría haberme causado la muerte del gato del vecino, argumentando que la historia al menos había tenido un final feliz.

Una sola vez no me escondí. Una sola vez estuve en el momento y en el lugar correcto, a pesar de que hubiera deseado no estarlo. Me hubiera gustado haber llegado después de, pero caí justo en el durante, y tuve que acompañar a uno de mis gatos en sus últimos instantes. No había nadie más en la casa. Recuerdo el horror, la desesperación y el alivio que llegó después. Recuerdo haber cambiado ante esa experiencia. La llevo conmigo.

Me alejé de mi mamá. Me arrepentí. Regresé y pedí perdón, pero no había nada que perdonar. Hacemos lo que podemos ante la muerte. Yo tuve (y tengo) que aprender a aceptar ese dolor. Después de eso, me pude despedir con una sonrisa bañada en lágrimas.

Hace unas semanas conocí a Lola, la nueva gatita del vecino. Es cachorra, muy juguetona. A diferencia de Mauricio, ella pasa el día dentro de la casa. La conocí una vez que el vecino estaba con la reja abierta, haciendo algo en el jardín. Me contó que le dolió mucho la pérdida de Mauricio. Lo sufrió mucho, pero al poco tiempo decidió adoptar.

Otro día lo vi entrar a su casa al trote, entre risas, gritándole algo a Lola. Se los veía felices a los dos.

Pensé en escribir sobre ellos. Imaginar la vida de mi vecino, inventarle una historia. La de un hombre maduro que vive solo, que cuida su jardín y que tiene mucho amor para dar. Pienso ahora que no necesito hacerlo. Que ese hombre podría ser yo.

Quizás el final feliz que escribí para mi vecino lo quiero en realidad para mí. Para los que quiero. Para los que quise. Para todos. Un final donde no hay muerte ni dolor, donde todos reciben lo que merecen y no hay obstáculos para el amor. Un final donde al menos tengamos la posibilidad de decir adiós.

Quizás ese final feliz lo empiece a escribir a partir de ahora.

11 de octubre de 2021

La vuelta

    La puerta se abrió y se cerró como un parpadeo. Dos espaldas entraron girando desaforadas al departamento. Las bocas, etílicas y desbordadas; las manos y los muslos apretados. La luz se encendió e inmediatamente los envolvió el olor acre de cigarrillos húmedos y ropa sin lavar.
    Era una mujer hermosa. La más hermosa de todas las que había probado esa noche, y eso lo enloquecía. Era la mujer que él había elegido por sobre las demás. La mujer que ningún otro iba a tener. Era suya.
    La puso contra la pared. Le apretaba sin fuerza la garganta mientras besaba todo el costado de su cara. Se imaginaba despeinándola y corriéndole el maquillaje con su saliva.
    Forcejeó con la hebilla del cinturón. Su mujer no había abierto aun los ojos.

    — Esperá —dijo ella y lo repitió dos veces, cada vez más bajo.

    El pantalón comenzó a desarmarse bajo las manos que ya eran tres. Él se alejó  lo suficiente para mirarle la cara. Unos dedos pequeños y fríos acariciaron por fin la piel y el pelo de su pubis. Sintió esas manos delicadas aferrándose a su carne, estirándola y torciéndola con curiosidad infantil. Y él, ya quieto, solo la miraba. La veía y sabía que lo hacía por ella misma, por su propio deseo ya totalmente desenvuelto. Quiso ponerlo en palabras: el deseo de ser su puta.

    Todo eso supo y tuvo razón. Era suya.

    Arrancó la ropa de ambos con brutalidad. La sujetó firme de la cintura y comenzó a descender por el cuello. La besaba, la mordía e imaginaba la piel blanca volviéndose roja bajo sus dedos. La apretó contra el pecho y por un instante contuvo su frágil humanidad entre sus brazos y su pene. Sintió en ese abrazo el ritmo acelerado de un corazón latiendo. Se reconfortó pensando que ya no se detendrían hasta el final.

    La arrastró torpemente hacia una cama deshecha.

    — Sentate —dijo él—. Quiero que la veas bien de cerca.

    Ella obedeció. Se sentó en el borde de la cama mientras él lucía su erección a centímetros de su rostro. Él comenzó a masturbarse con lentitud. Ella solo observaba. Lo deseaba más que a nada y él lo sabía. No lo quería a él; solo quería su verga, y esa certeza lo calentaba aun más. Sabía que anhelaba su tacto y su sabor. Cada segundo que pasaba sin entrar en su boca representaba una espera interminable.

    Cuando creyó que su tortura ya había durado lo suficiente, avanzó un paso y tocó con su pene el borde de la boca roja. Ella a cambio le ofreció placer con manos, labios y saliva.

    — Ya está bien —dijo él a los pocos minutos. Ella lo miró con desconcierto—. Date vuelta. Quiero verte el orto.

    Tímidamente, su mujer cumplió. Se incorporó, dio media vuelta y se inclinó sobre la cama.

    — Más. Quiero verlo bien. Abrítelo —ordenó con voz grave.

    Entre dos nalgas blancas empezó a dibujarse un delgado triángulo oscuro. Él sonrió de costado al reconocer cada segmento de su mujer hasta entonces oculto. Volvió a sentirse privilegiado: ella no hacía eso con cualquiera. Eran muy pocos los hombres que habían visto aquel ano y aquella vagina totalmente expuestos. Y era ella misma quien se los mostraba. Era ella la que elegía obedecerle a un perfecto extraño. ¿Qué edad tendría? ¿Veintiseis? En veintiseis años ella jamás había hecho nada parecido. Jamás se había dejado desnudar, jamás había enseñado tan deliberadamente las partes de su cuerpo que a ella misma le avergonzaban. Solo a él y a nadie más.

    — Mirá cómo estás —dijo y pasó uno de sus gruesos dedos por la vulva—. Ya estás toda mojada. ¿Querés que te la meta?

    — Sí —respondió ella.

    — Quiero que me pidas por favor.

    — Por favor, metémela —dijo ella con voz quebrada.

    — Pedímelo bien. Pedímela toda.

    Ella pareció dudar por un segundo, pero inmediatamente prosiguió.

   — Dámela toda, por favor. Quiero sentirla adentro.

   — ¡Quiero que me digas que sos mía! —exclamó el hombre, con una voz demasiado alta para aquella hora de la madrugada.

    — Soy tuya. Toda tuya. Solo tuya.

    El hombre sintió una inmensa satisfacción. La tomó de la cintura y la forzó hacia delante; el rostro de la joven se hundió entre las sábanas arrugadas. Él tomó su miembro desde la base y comenzó a entrar lentamente en el cuerpo de su mujer. La sintió estremecerse ante su grosor. Avanzó hasta llegar al fondo. Cerró los ojos un instante y visualizó su negra cota de vello púbico apretada contra la piel blanca y depilada de su culo. Se imaginaba ensuciándola, transmitiéndole su sudor, su olor.

    Comenzó a arremeter una y otra vez, cada vez con más fuerza. Ella gemía en cada colisión y él se deleitaba ante la idea de estar provocándole placer a través del dolor. Le susurró insultos y vulgaridades. La sujetó del pelo y lo tiró hacia atrás mientras embestía; la vagina se estrechaba con cada tirón. Su mente ardía de imágenes grotescas. Retrataba su propia imagen dominando a su mujer, controlando su cuerpo y sus sensaciones. Empujaba y retrocedía, alteraba el ritmo solo para ver cómo cambiaban las expresiones en su rostro, el tono y el volumen de sus gemidos. Y en un momento de lucidez que quizás duró un segundo, él sintió que esa mujer era todas las mujeres que habían sido suyas. Era su ex novia y la anterior. Era cada mujer que había pasado por su cama. Y era también la que le había dicho que no, la que se había cruzado una sola vez en la calle o en el colectivo. Era cada famosa de las redes sociales, cada mujer que existía solo en su cabeza, para él y cuando él lo quisiera. Todas y cada una le pertenecían y lo adoraban y le entregaban su cuerpo y su alma. Todas le pedían más fuerte. Todas gritaban y lloriqueaban a las cuatro de la mañana en una pieza con olor a cigarrillo. Todas se frotaban apuradas el clítoris para acabar. Todas convulsionaban y se desplomaban en la cama respirando agitadas. Todas quedaban mirando el cielo raso manchado de humedad, sin parpadear, sin decir palabra. Todas eran suyas.

    Él se secó la frente con el brazo y se sentó junto a la mujer. Quedaron un minuto en silencio. Su pene seguía erecto.

    — Eso fue re intenso —dijo él, solo por decir algo.

    — Sí. Estuvo bueno —respondió la mujer sin dejar de mirar el techo.

    — Casi acabo. Me faltaba un toque, nomás. ¿Vos, bien?

    La mujer miró los números rojos del reloj sobre la mesa de luz.

    Él intentó rodearla con el brazo. Comenzó a acariciarle el cabello, pero la sintió rígida bajo su mano.

    — ¿De verdad te gustó? —insistió.

    — Sí. Estuvo muy bueno. En serio.

    La mujer deshizo amistosamente el abrazo y besó a su hombre en la barba. Se puso de pie y se dirigió al cuarto de baño. El joven permaneció tendido en la cama., sin saber bien qué hacer. Vio su ropa hecha un bollo en el suelo, no muy diferente al resto de la ropa hecha un bollo en distintos rincones de la habitación.

    — Yo tendría que ducharme y ya irme a dormir —dijo la mujer desde el umbral de la puerta. Estaba envuelta en un toallón y su boca ya no era roja—. Tengo que laburar temprano.

    Se produjo un duelo de silencios.

    — ¿Querés que me quede? —se animó a balbucear por fin el joven.

    Ella lo miró incrédula.

    — La próxima, ¿dale? —le mintió. Era suyo.

    El muchacho se vistió mientras ella fingía ordenar ropa en el placard. Se dijeron algo, se prometieron volver a coincidir y se miraron a los ojos por última vez. La puerta se cerró y él ya no recordaba nada de lo que había sucedido esa noche. Caminó de vuelta por un pasillo desconocido hasta que salió a la calle. Entonces tuvo frío y una idea en la que prefirió no pensar.

 

22 de septiembre de 2016

Babel



[¿Sigue vivo este blog? Pregunta con trampa: no está muerto aquello que yace eternamente. Les dejo una obrita de teatro que escribí ayer para un cuarto año. Ah, sí, soy profesor de Literatura. Ni idea cómo llegué; vi luz y me mandé. Besos, abrazos, share like subscribe, añadir a f/f y agrego por reverse. Hasta el año que viene.]

Babel - comedia en un acto

Personajes:
Cliente
Marta
Chino
Repositor
Fiambrera

(Una pareja esperando para pagar en la caja de un supermercado chino. El cajero chino está terminando de pasar productos por el lector de códigos de barra. Marta está irritada y no para de quejarse; solo despega la vista de su teléfono celular para criticar a su novio. Raúl, el cliente, visiblemente cansado, va embolsando los productos que le pasa el chino.)

Marta: Te digo que acá está todo muy caro.
Cliente: Este chino es bueno, Marta.
Marta: Podríamos haber ido al de la otra cuadra. Era más barato. Pero nunca me escuchás.
Cliente: Tenés razón.
Marta: Ves, no me estás escuchando.
Cliente: Dale. Buenísimo.
(El chino termina de pasar el último producto y anuncia el precio final. Habla pausado y con dificultad.)
Chino: Ciento. Cincuenta. Cinco peso. Cincuenta Centavo.
Cliente: Pará, ¿cómo tanto? Te compré cuatro cosas nomás. ¿Qué rompimos?
Marta: Seguro te quiere sacar plata Raúl. Te vio la cara.
Cliente: (Estudiando el ticket.) Me estás cobrando de más la cerveza.
Chino: Cerveza fría. Más cara.
Cliente: No vi ningún cartelito. Aparte, no las saqué de la heladera.
Chino: (Tocando con dos dedos la botella.) Cerveza fresca al tacto. Más cara.
Marta: Te quiere sacar plata, Raúl.
Cliente: (A Marta.) Ya te ignoré la primera vez, Marta. No hace falta que lo repitas. (Al chino.) Decime chino, ¿cómo estás calculando el precio?
Chino: Dos peso por grado centígrado. Cerveza fresca. Más cara.
Cliente: ¿Y los envases?
Chino: No entendo.
Cliente: Los envases que te dejé. Dos envases.
Chino: No entendo.
Marta: Pagale, Raúl.
Cliente: (Respira hondo, explica con claridad) Ni bien entré te mostré dos envases, te pregunté si servían, me hiciste una seña con la cabeza y los guardé— ¡delante tuyo! — en el cajón de la entrada. Te tenés que acordar.
Chino: No entendo.
(Pausa tensa.)
Marta: Pagale, Raúl. ¿No ves que no te entiende?
(Entra un joven repositor. Ignora a los clientes y le habla directo a su jefe.)
Repositor: Chino, consulta. La leche llegó con el precio congelado. No la puedo poner a veinte. ¿Qué hacemos?
Chino: (En perfecto español rioplatense.) Guardala y poné en la heladera la del mes pasado. Todavía no venció. Y de última la vendemos como yogur.
Repositor: No sé, chino. ¿Y si se envenena alguno?
Chino: ¿Sos doctor, ahora? ¿Sos nutricionista?
Repositor: Pero la fecha de vencimiento-
Chino: (Interrumpiendo.) ¡Acá la única fecha que se respeta es el año nuevo chino! ¡Andá y hacé lo que te dije!
(El repositor agacha la cabeza y se retira por donde vino.)
Cliente: Vos no sos chino.
Chino: Yo chino.
Cliente: Te acabamos de escuchar. Vos lo escuchaste, ¿no Marta?
Marta: No sé, Raúl. Vos nunca me escuchás a mí.
Chino: Yo chino. Chino de Tokyo.
Cliente: Tokyo queda en Japón. Vos sos un chanta.
Chino: Tokyo China. No Japón. Tokyo China. Pueblo chiquito. Al sur de Italia.
Cliente: Vos sos un garca. Si recién hablabas con acento argentino.
Chino: Chino hace mucho año tener accidente. Despertarse en hospital. Olvidarse nombre, casa, idioma. Chino perder memoria.
Cliente: Ajá…
Chino: Gente hablarle a chino en argentino. Chino aprende argentino. Pero después Chino  recupera memoria. Chino entende argentino cuando olvidarse que es chino.
Cliente: (Totalmente descreído.) Ajá… Entonces vos solo entendés el español…  cuando te olvidás que sos chino…
Chino: No entendo.
Marta: Yo le creo, Raúl. Para mí dice la verdad. Pagale.
Cliente: (Resignado, le alcanza unos billetes.) Ok. Ya fue. Estoy con doscientos pesos, no tengo cambio.
Chino: (Tomando el dinero.) No cambio. Caramelo.
Cliente: No, pará. No me vas a dar cincuenta mangos en caramelos.
Chino: No entendo. Rico caramelo.  Tomá caramelo.
Marta: Aceptá los caramelos, Raúl. No tenés carácter para ganar esta discusión.
Cliente: (Perdiendo la paciencia.) Escuchame, ¿querés que llame a la policía?
Marta: Raúl, ¿no te das cuenta que no te entiende?
Chino: Señora tiene razón. No entendo.
(Entra una chica, la fiambrera. Se dirige a su jefe como lo hizo antes el repositor. Hablan en un guaraní ininteligible. La chica pregunta algo con timidez, el chino responde con agresividad. Luego de intercambiar un par de frases, la fiambrera se retira por donde vino.)
Cliente: ¿Y eso qué fue?
Chino: ¿Qué eso?
Cliente: Lo de recién. Estabas hablando guaraní con la chica, la que vende los fiambres.
Chino: Ah eso. Chino hace mucho año pasar por triple frontera. Visitar cataratas.
Cliente: Dejame adivinar. Pasaste por Paraguay y aprendiste guaraní.
Chino: Cliente se burla. Chino sufrir mucho. Chino poseído por demonio paraguayo. Chino ponerse ojos blancos y hablar guaraní. Mucho miedo.
Cliente: ¿Y por Brasil no pasaste? Ya que estabas cerca.
Chino: (en perfecto portugués.) Passei duas semanas no Rio de Janeiro. Eu fui para o carnaval.
Cliente: (A Marta.) ¡Está hablando en portugués! ¡¿Lo escuchaste?! ¡Está hablando portugués!
Marta: Me quiero ir, Raúl.
Cliente: (Al chino.) O sea que hablás guaraní, portugués… ¿Inglés?
(El chino responde con el acento correspondiente a cada idioma.)
Chino: Yes.
Cliente: ¿Francés?
Chino: Oui.
Cliente: ¿Alemán?
Chino: Ja.
Cliente: Hablás todos los idiomas menos español. Salvo cuando te olvidás que sos chino.
Chino: No entendo.
Cliente: Y no viste cuando te dejé los envases.
Chino: No entendo.
Cliente: Y no tenés cambio de cincuenta pesos.
Chino: No entendo.
Cliente: (Totalmente resignado.) Ok… Dame los caramelos.
Chino: (En perfecto “argentino”.) ¿De naranja o frutilla?
Cliente: ¡Yo te mato, chino ladrón!
(El cliente se abalanza sobre el chino y lo persigue fuera de escena. Marta, sin levantar la mirada del celular, los sigue. Telón.)

31 de diciembre de 2014

Cocina Moderna - Noche de Lluvia Negra




¡Eterna vida a Protector! ¡Eterna prosperidad a República!

Camarada Lector: esta noche es Noche de Lluvia Negra. COMITÉ DE SALUD DE REPÚBLICA trae información útil para supervivencia.

NO DESTRUYA ESTE BOLETÍN.

RECUERDE: Esta noche: permanecer dentro de refugio y bloquear puertas y ventanas. También: No hacer caso a llanto de niño fuera de refugio. Es trampa de Oscuros. También: Mantener dieta alta en proteína. Sangre fuerte protege contra Oscuros. ¡Protector nos protege!

Este mes: receta de Camarada NAZAROV OLGA encontrada en ruinas de Complejo Subterráneo 39.

Guiso de municiones y frutos de mar.

Mi muy amado Nikolai,
                          Ya hace cuatro noches que partiste a buscar medicinas y combustible. Un comerciante  proveniente del mercado pasó por el refugio hace unas horas pero no te ha visto. Los demás hablan de la lluvia negra o de saqueadores. Me dicen que ya no debo esperarte. Pero mi corazón dice que aun vives y que volveremos a vernos. No puedo perderte. No después de lo de nuestro pequeño Leo. Lo que esos monstruos le hicieron, ¡por Dios! Nikolai, prefiero verte muerto antes que convertido en uno de ellos.
Mi amor, esta noche será la lluvia negra. Te estaré esperando con una gran cena solo para los dos. Si no regresas antes de la lluvia, tendré que asumir lo peor. Pero no temas, mi Nikolai. Estaremos juntos de nuevo. La pistola que me dejaste funciona bien, ya la he usado. Queda una última bala; si no regresas antes, será el postre de mi última cena.
Volveremos a estar juntos, mi amado Nikolai. Tú, Leo y yo. Esta vez para siempre.
Tu Olga.

      Ingredientes:

      Fuego                       :1
      Agua                         :1
      Recipiente                 :1
      Vegetales                  :2
      Huesos de pescado   :4
      Carne de roedor        :a gusto

      Postre:
      Pistola semi-automática MP-443 Grach      :1
      Cartucho de 19mm Parabellum                  :1

      Instrucciones:
  1. Hacer fuego pequeño. No llamar atención de saqueadores o infectados.
  2. Llenar recipiente con agua y poner sobre fuego pequeño.
  3. Poner vegetales y huesos de pescado en recipiente.
  4. Revolver hasta hervir.
  5. Agregar a recipiente carne de roedor no infectado. (Leer boletín sobre trampa para roedor.)
  6. Guiso contiene proteína. Camarada fuerte hace República fuerte.
  7. Servir en platos vacíos.
  8. Comer.
  9. Introducir pistola semi-automática MP-443 Grach en cavidad bucal.
  10. Apretar gatillo.
  11. Agradecer a Protector: ¡Eterna vida a Protector! ¡Eterna prosperidad a República!
Gracias a Camarada NAZAROV OLGA por receta útil para festividad. Protector espera más recetas útiles de usted (RECUERDE: incumplimiento de decreto de Protector es crimen contra Ortodoxia. ¡Protector es Ley!)
Gracias a Camarada Lector por resistir otro año. COMITÉ DE SALUD DE REPÚBLICA desea que pase noche junto a camaradas y miembros de familia no infectados.
RECUERDE: no exponerse a Lluvia Negra. También: Si se expuso a Lluvia Negra, NO EXPONERSE A NO INFECTADOS.
¡Eterna vida a Protector! ¡Eterna prosperidad a República!

30 de octubre de 2014

Alias porta


Surge a veces una necesidad de comunicar porque sí. No transmitir información, no generar un enunciado muy elaborado. Simplemente abrir el Word y escribir. Dicen que siempre se escribe para un lector, y tal vez sea el caso. Tal vez, en mi cabeza, hay una lectora imaginaria que tomará por asalto mis archivos de texto, los leerá furtivamente y en el lapso de una tarde me entregará su mente o su cuerpo. Todo lo que hacemos es, de alguna manera, un acto sexual.
Es difícil y quizás hasta arrogante hablar de seguridad en la vida de uno. O control, o felicidad. Uno a duras penas puede decir “tolero la realidad en este preciso momento”. Y aun así, no tengo de qué quejarme. Podría considerar la víspera como una meseta en mi vida. No preveo grandes cambios. No de los bueno, por lo menos.
Y sin embargo, me siento bien.
Por ahí el problema sea pensar que necesariamente debería haber un problema. Que uno se encuentra siempre en una especie de off-side y que en cualquier momento oirá el silbato del réferi. En lo personal, trato de no buscarle significación a cada pequeño acontecimiento. La vida es un caos ordenado, sin blancos ni negros.
Hay planes, seguro. Hay sueños y deseos. Falta voluntad. Y quizás no sea lo único que falte.
¿Y después de la novela qué?
Falta mucho para aquello que veo como primero y último. Una especie de razón de ser. En su carácter de inexistente ocupa mis días y mis noches, sin haber jamás pisado el papel (no de la forma que querría leer, al menos). Veo el futuro, varios futuros. Me veo escribiendo y fracasando, escribiendo y triunfando, escribiendo y escribiendo, no escribiendo. Veo solo lo potencial, como si fuera uno de mis personajes. ¿Y lo real? Bien podría estar atravesando el periodo más crítico de mi vida, y lo paso de largo.
Analizar el presente de un punto de vista condicional es recaer de nuevo en el ausentismo que me deconstruye día a día. Soy un no-ser. Soy un podría-ser.
Ni siquiera se me ofrece la certeza de la imposibilidad. Todas las puertas están sin llave, y no abro ninguna por esperar la manifestación espontánea de una llave maestra.

30 de septiembre de 2014

Café


Recuerdo tus ojos. Recuerdo haber pensado que tus ojos serían los primeros en venir a mi memoria y los últimos en abandonarla. Recuerdo tus ojos enormes y oscuros. Recuerdo que la confitería combinaba con ellos. Recuerdo que mirabas al frente, sonriendo, una mano en tu codo, otra en el mentón. Recuerdo que sonreías sin mostrar los dientes, con esa sonrisa entre pícara y cómplice, esa sonrisa de quien conoce un secreto infantil que quiere compartir solo contigo pero no ahora sino después, cuando estemos solos y sea de tarde y llueva. Recuerdo las sillas de madera, las paredes blancas con cuadros (también madera, también blancos). Recuerdo la línea oscura del comienzo de tus senos. Recuerdo tu piel blanca, tu pelo largo y castaño, tus labios de color indescriptible mezcla de rojo, marrón, rosa, piel, chocolate y almendra. Recuerdo tu perfume de interior de caja de bombones, cálido y líquido. Recuerdo el jarrón de cerámica brillante, la servilleta de paño verde. Recuerdo el timbre de tu voz prometiéndome en la lectura de un menú que este momento duraría para siempre. Recuerdo el tacto sólido de tus dedos sobre la taza de café que a la vez era mis dedos, mi cuello, mis labios. Recuerdo el latido calmo de tus arterias detrás de tu piel y de tu ropa y de mi piel y de mi ropa. Recuerdo el primer día de una serie de primeros días, todos siendo el primero, todos comenzando al mismo tiempo, todos diferentes. Recuerdo un pequeño lunar en el brazo de uno de los dos. Recuerdo la idea absurda de que recordar es traer una experiencia pasada al presente y revivirla como la primera vez de manera tan precisa que deja de ser un recuerdo y pasa a ser un encuentro. Recuerdo tu blusa blanca con motivo de pájaros del mismo color indescriptible de tus labios. Recuerdo el movimiento vertical de tu mano sosteniendo un pedazo de universo con forma de taza de café. Recuerdo el momento en que me creaste a través de tu imagen, me definiste, me diste vida y propósito en tanto observador pasivo de tu actividad. Recuerdo la obra de arte que eras. Recuerdo la firma de un autor que no era yo diciéndome que tu perfección era alcanzable solamente a la distancia. Recuerdo el no cargado de sí que te definía como un instante milagroso, imperecedero, potencial y perfecto. Recuerdo tu forma humana e ilusoria. Recuerdo la fugacidad de tu materia, definida y justificada a través de mi ausencia. Recuerdo el mutuo alimento de un tácito anonimato. Recuerdo esa pequeña muerte que resolvimos, ese instante de sacrificio devoto en el que tuve que mirar hacia otro lado y que tú aprobaste. Recuerdo la alegre ignorancia con la que tu nuca despidió a mi espalda. Recuerdo el amor con el que no me miraste, ni me oíste, ni me tocaste, ni supiste mi nombre. Recuerdo lo desconocidos que fuimos.