Amanece en Shibuya. No quiero levantarme.
RING – RING!!
El despertador suena. Me ordena que salga de la cama. No
quiero hacerlo. Quiero quedarme bajo las sábanas y olvidarme que estoy en Shibuya.
RING – RING!!
Se presenta el siguiente dilema: si ignoro el despertador y
permanezco en la cama, quizás –QUIZÁS- pueda volver a dormirme y escapar por un
rato de la insoportable parodia de realidad que me atormenta incesantemente
día, tras día, tras espantoso, horrible día.
RING – RING!!
Por otro lado, si no me levanto ahora mismo, me expongo a
que me ocurra lo que acontece. Cada. Puta. Mañana.
Hitori:
“¡Sal de la cama, perezoso!”
Una garra infernal arrebata, de un solo zarpazo, acolchado,
frazada y sábana, dejándome expuesto en toda mi fragilidad matutina.
Hitori:
“¡Levántate de una vez, o llegarás tarde a la escuela!”
Mi vecina, Hitori. Dieciocho años. Metro setenta, piel
blanca, ojos verdes, pelo también verde, tetas como sandías, cintura
inexistente, culo para alimentar familia de cuatro. Es un reloj de arena humano.
Y naturalmente, es virgen.
Shitaro:
“No quiero ir a la escuela… Quiero quedarme en casa. Me
siento mal.”
Ah, sí. Aparentemente me llamo Shitaro.
Hitori:
“Todas las mañanas haces lo mismo. Por Dios, Shitaro, es el
último año de secundaria. Deberías aprovecharlo al máximo. ¿Qué es lo que te
sucede ahora?”
Podría responderle que yo ya fui a la secundaria, cuando era
adolescente; que mis compañeras eran físicamente más parecidas a mí que a las
supermodelos que hay ahora; que de donde vengo, a alguien que entra a tu casa a
despertarte a los gritos, lo recibís con un balazo en el parietal. Pero en vez
de eso, le confieso la más simple y evidente verdad.
Shitaro:
“Estoy MUY caliente.”
Y señalo la descomunal erección que hace fuerza por emerger
del pijama. Pienso en esa escena de Alien.
Hitori, sacudida en su más íntima fibra moral, se limita a
emitir un chillido comparable al de un quiróptero, con la peculiaridad de que
pudo ser oído en tres barrios a la redonda.
Hitori:
“¡PERVERTIDO!”
¡PAF!
Sus falanges contra mi mejilla, a toda velocidad.
Hitori sale como disparada de mi habitación hacia la cocina.
Decido dejar de interactuar con ella por
un rato. Es lo más sano.
Me levanto y comienzo a vestirme.
Paso por la cocina y veo que Hitori ya no está. Debe estarme
esperando en la puerta de casa.
Hitori. Qué mina más rara.
Su padre es el dueño del complejo de departamentos donde
vivo. Su familia y la mía son amigas desde siempre. Hitori y yo siempre fuimos
como hermanos. Crecimos juntos. Hasta que mis padres tuvieron que mudarse a una
ciudad vecina, por trabajo. Tenía doce años entonces.
Como lloramos aquel día. Hitori…
¿Por qué estoy diciendo todo esto, si jamás sucedió? Ni
siquiera me llamo Shitaro. Nunca viví en Shibuya; no sé ni cómo es ese lugar… ¿Y
ahora la escuela? No es como yo la recuerdo… Estos uniformes escolares…
Marineritos. ¡Pff!
Salgo a la calle. Allí está Hitori, esperándome.
Hitori:
“Por fin sales, pervertido. ¿Qué modales son los tuyos?
Deberías tratarme mejor.”
Shitaro:
“No me rompas las bolas, ¿querés? Estoy en plena crisis
existencial. Bastante que me puse este traje de marinerito pelotudo.”
Hitori:
“Camina más rápido o perderemos el autobús. Si llego tarde
por tu culpa, ¡te mataré!”
Shitaro:
“No puedo ir más rápido. ¿Sabés por qué? ¡Porque me pesan
las bolas! Sí, literalmente tengo pesadas las pelotas de tanta calentura que
vengo acumulando. ¡Te quiero ver a vos en mi lugar!”
Hitori me mira. Hay dolor en sus ojos.
Hitori:
“. . .”
Seguimos caminando en silencio. No tardo en romperlo.
Shitaro:
“Ok, perdón. Yo sé que no es tu culpa… Vos vivís en tu
mundo, igual que todos. Soy yo el que vive en otro planeta… Voy a tratar de no
agarrármela con vos, en la medida de lo posible.”
Hitori:
“Gracias…”
Es increíble cómo las circunstancias hacen al hombre. En
otra época jamás me hubiera mostrado tan agresivo y vulgar. Mucho menos con mujeres.
Y menos que menos, con mujeres que estuvieran tan ridículamente buenas. La
frustración está definiéndome como nunca pensé que lo haría.
Y pensar que creí que esto sería divertido…
Acá el problema es que no logro hacerme entender; de ahí la
frustración. Yo les hablo y ellas escuchan. Pero no entienden. Les pido que no
se paseen con esas minifaldas, que no me apoyen esas tetas enormes, que no se
tropiecen conmigo de manera tal que inexplicablemente siempre queden con su
culo sobre mi cara. En definitiva, que no me calienten. ¡Pero no entienden, y
hacen todo al revés! Sacan turno para calentarme. Y por supuesto, son TODAS
vírgenes. Me calientan todas, pero entrega ninguna. Cuando las invitás
amablemente a darse un revolcón, te miran como si les hablases en japonés. Y yo
hace un año que estoy con los huevos como dos Fiat 600 de tanto no ponerla. ¡En
cualquier momento voy a ir rodando a la escuela!…
Como si les hablases en japonés… A veces no hace falta el
japonés para hablar en otro idioma.
Hitori:
“¿En qué piensas?”
Shitaro:
“En la imposibilidad de comunicarnos.”
Hitori:
“Mira, ahí va Kyoko. ¡Hey, Kyoko! ¡Espera!”
Por supuesto, tenía que aparecer Kyoko. Esencialmente, un
clon de Hitori. Quizás un poco más baja, quizás un poco más tetona. Yo aprendí
a distinguir a la gente por su color de pelo y ojos. En este caso: pelo corto rojizo,
ojos tirando a naranja. Dios sabe qué hormonas raras le ponen al sushi de este
lugar.
Kyoko:
“Hola Hitori. Hola Shitaro.”
Hitori:
“Hola Kyoko.”
Shitaro:
“¿Qué hacés, nena?”
Traición del inconciente: me acerco y le doy un beso en la
mejilla. Ritual grotesco de regiones bárbaras. Ella abre los ojos como el dos
de oro, se pone todavía más roja y grita.
Kyoko:
“¡KYAAAAAAAYY! ¡PERVERTIDO!”
¡PAF!
Cinco dedos tatuados sobre mi cara. Hitori, para no ser
menos, hace la segunda voz y me empareja la otra mejilla.
¡PAF!
Onomatopeyas.
Avanzamos. Mis dos supermodelos despampanantes vestidas de
marinerito caminan delante de mí, intercambiando información irrelevante de su
vida escolar. No podría importarme menos. Aunque recientemente —y cada vez con
más frecuencia— empecé a desarrollar una compulsión por narrar cada una de las
minucias de mi vida cotidiana. Aún no logro entender porqué. Quizás finalmente
me haya vuelto loco. Era cuestión de tiempo, supongo.
Kyoko:
“¡El autobús! ¡Rápido, antes de que se vaya!”
Hitori:
“¡Vamos, pervertido, mueve esas piernas!”
Corren. Sin entender bien porqué, las sigo al trote.
El autobús escolar. En mi época no existía eso. Ahora estoy
subiendo a uno. Bien por mí. Bien por Shitaro.
Hitori:
“Nosotras vamos al asiento del fondo. Tú busca tu propio
lugar, pervertido.”
Mis acompañantes desaparecen de un segundo a otro. Me veo
sólo, de pie en un autobús escolar, mirando hacia el fondo, como quien se haya
en un largo corredor de hotel, con puertas numeradas a izquierda y derecha,
adelante y atrás, donde es bien sabido que cada puerta representa una diferente
entrada al infierno y cada habitación alberga sin pudor un exuberante súcubo
sintético cuyo único propósito en la existencia es el de estimular tu libido y
despertar tu carne de la manera menos sutil posible.
Miro los asientos. Todos tienen un lugar vacío. Todos tienen
una supermodelo de busto colosal y cabello fluorescente. Todas me esperan.
Cierro los ojos y respiro profundamente.
Shitaro:
“Hoy viajo parado.”
1 comentario:
Volviste capo.
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