Hay pocas cosas
que uno puede hacer en un tren para levantar minas. Con la paranoia que hay hoy
en día, nadie le da pelota a nadie. Por ahí te acercás a la flaca a preguntarle
la hora y piensa que le vas a robar. Y eso en la vía pública; en el tren es
peor. Cada uno va encerrado en su burbuja, ya sea escuchando música, leyendo o
mirando al vacío.
En Villa
Adelina subió un flaco de barba desprolija. Eran más o menos las seis y media,
ya de noche. Por el reflejo de la ventanilla lo vi pararse a mis espaldas. Llevaba
auriculares.
El tren arrancó
de vuelta.
Sentada a mi
izquierda iba la rubia en cuestión. Daba toda la impresión de que también se
bajaría en Scalabrini Ortiz para ir a Ciudad. Ahí estaba el tema de
conversación. Solo faltaba lograr que despegase la cara de la ventanilla y me
diera un poco de bola.
Frente a ella
(porque frente a mí no existía asiento alguno) iba un viejo con la mirada
perdida en la nada.
Llegamos a
Carapachay, sin novedades. Yo hacía diez minutos que intentaba llamar la atención
de la rubia. No sé porqué se me había ocurrido que si sacaba el cuaderno y me
ponía a dibujar boludeces en perspectiva iba a llamar su atención. Las iba a
mirar un rato, disimuladamente al principio. Después se sacaría los audífonos y
me preguntaría qué forma es esa que estoy haciendo, o mejor aun, me diría que
la pirámide de base cuadrada en isométrica es su preferida porque le hace
pensar en el equilibrio del universo o alguna pelotudés por el estilo. Me dice
que estudia algo en la FADU. Le digo que yo también. Que seguro nos cruzamos en
algún pasillo. Tiramos un par de nombres, nos reímos un rato y listo, adentro.
De más está
decir que la mina ni enterada de mis proyecciones en isométrica o de mí, si
vamos al caso. En ningún momento apartó la vista de la ventana. Pero no desistí
en mi pasivo-agresivo intento de levantarla y seguí dibujando formitas, en la
medida que el vaivén del tren me lo permitía.
Fue en eso
cuando apareció el pibe. Era chiquito, unos cinco o seis años, ponele; no tengo
familiares de esa edad como para comparar. Era uno de estos chicos que van de
asiento en asiento, repartiendo tarjetitas a los pasajeros y esperando a cambio
una contribución monetaria.
Ya son dos años
que tomo este tren para ir a estudiar. Dos años que llevo dibujando boludeces
al pedo y viendo a esta gente pedir plata. Todas las noches. Y si se les puede
reconocer algo es que saben cómo mantenerse el negocio. Al principio solo te
dejaban la tarjetita, usualmente alguna imagen de un santo o algo del amor,
como para apelar a tu sensibilidad y sacarte unas monedas. Cuando vieron que
con la tarjetita sola no alcanzaba, empezaron a darte la mano. Así nomás,
venían y te plantaban la mano frente a tu cara. Y si se la dabas sonaste: ya
habías generado un vínculo humano inquebrantable, no podías no darles algo. Y
si son nenas las que piden, te dan la mano y además un beso en la mejilla.
El mejor de
estos mendigos que vi en mi vida era un tipo más o menos de mi edad, unos
veinticinco años. Tipo muy presentable además. Se paraba en una punta del vagón
y nos contaba sobre su maravillosa historia de vida, en la cual había sufrido
no se qué terrible accidente y su respectiva milagrosa recuperación.
Naturalmente, anunciaba que no estaba ahí para pedirnos plata, sino para
agradecer de alguna forma a su deidad amiga, repartiendo gratis (sí, gratis)
estampitas con su imagen. Nos insistía con que no le devolviéramos dicha
estampita, ya que era un obsequio. Pero a la vez, nos recordaba que cualquier
contribución, por modesta que ésta fuere, sería bien recibida por su parte, y
bien vista ante los ojos de nuestro Señor.
Básicamente nos
estaba chantajeando.
Pero volviendo
a este pibito, siguió repartiendo sus tarjetas, una por banco, y ya habíamos
parado en la estación de Munro cuando se detuvo a mi lado. Como siempre en
estos casos me propuse evitar el contacto visual, concentrándome aun más en la
tarea que tenía entre manos, como si de la exactitud de mis perspectivas dependiera
mi vida.
Pasaron los
segundos y no vi mano o estampita alguna, pero el nene seguía a mi lado.
Levanté la mirada y encontré al chico con los ojos abiertos de par en par,
totalmente fascinado ante mis dibujos. Permaneció así un instante, boquiabierto
y paralizado, como si ante él se encontrara una obra maestra del arte, o más aun,
un milagro —uno de verdad, no como el del otro flaco—, una revelación, una
epifanía capaz de cambiar su vida para siempre.
Así de
extasiado imaginé al nene, y un segundo más tarde arruinó la situación diciendo
algo como:
—
¡Woow! ¿Vo’ hicite eso?
—
Si —respondí en tono seco, tratando de disimular mi
incomodidad.
—
¿Podé’ hacer otro? —repreguntó.
Incapaz de
negarme a la petición, y aun sabiendo que me estaba metiendo en la boca del
lobo, dibujé otro polígono en perspectiva. Fue el peor triángulo isósceles que hice
en mi vida. Para compensar, le agregué un pequeño sombreado en las esquinas.
— Es medio difícil
con el tren en movimiento —justifiqué, pero no me prestó atención. El pequeño
seguía encantado con las formas. Me pidió otro y al toque le hice un hexágono
(mi preferido) con líneas guía, perspectiva en caballera, sombreado, todos los
chiches. No lo maravilló tanto como esperaba, pero daba igual, el nene se había
olvidado por completo de su tarea de repartición y ya se había instalado a mi
lado. Empecé a sentir una extraña vergüenza asociada con la idea de que, por mí
culpa, al menos ocho pasajeros se habían quedado con una tarjetita de clavo y
debían estar puteándome por lo bajo. También sentí pena por poner en un
compromiso —de alguna manera— a la vieja del asiento de enfrente y a la rubia
que tenía al lado.
Llegamos a
Florida y el pibe aprovechó el movimiento de personas para acurrucarse a mi
lado. Ahora a mi culpa debía sumarle que los demás pasajeros tengan que andar
esquivando a un nene sentado en el pasillo.
— ¿Me dejá’
hacer yo? —balbuceó con una sonrisa. Me di cuenta que no hablaba bien.
Le presté la
birome e inmediatamente se puso a garabatear líneas rectas y pequeñas curvas de
noventa grados. Dibujó lo que parecía ser un sol, una nube y un conejo, todo
con la mayor felicidad y el trazo más torpe que vi en mi vida. Por cómo
agarraba la birome intuí que la escritura era algo nuevo para él. La sujetaba
con rigidez, como si tuviera miedo de que se le fuera a escapar de la mano, y
avanzaba y retrocedía sobre el papel con movimientos que partían del hombro y
del codo, en lugar de usar la muñeca. Me ganó una sensación de molestia, hasta
de indignación, viéndole poner tanto empeño, tanta precisión en un trabajo tan
mal hecho. Como ya dije, no tengo sobrinitos ni hermanos menores con quienes
comparar. No sé porqué me hacía a la idea de que a los cinco o seis años uno ya
sabía escribir.
Confirmé su
inhabilidad cuando intentó en vano escribir su nombre (aparentemente se llamaba
Gonzalo). Acudía a las leyendas de sus tarjetitas para recordar cómo se
dibujaban las diferentes letras. La alegría inicial había dado lugar a una
atención y un cuidado puntillosos. Tras un par de intentos fallidos de escribir
“GONZALO”, se contentó con copiar el mensaje de una tarjeta de amor. Una y otra
vez dibujó la frase “TE AMO”, con la peculiaridad de que la letra E le salía al revés, como un número 3 de
calculadora. Y así fue llenándome la hoja del cuaderno.
Yo no dejaba de
observarlo. Y no era para menos: lo tenía encima, dibujando en mi regazo. Observé
a mi alrededor y vi que la rubia seguía mirando por la ventana, y el viejo en
algún momento se había convertido en vieja, también con la mirada perdida en la
nada. Por el reflejo de la ventana vi que el flaco barbudo estaba mirando de
reojo toda la situación, posiblemente con la música pausada para no perderse
detalle. Y fue recién ahí cuando me di cuenta que ya estaba obligadísimo a
contribuir a la causa de este niño. Después de pasar diez minutos dibujando
juntos, simplemente no podía no darle plata.
Iba pensando en
eso cuando paramos en María Padilla. Me quedaban apenas dos estaciones para
decidir qué hacer. El nene, por su parte, había abandonado las letras y vuelto
a los dibujos. Como podía, intentaba copiar las ilustraciones de las
tarjetitas. Formas simples. Una estrella, un corazón.
Sabiendo que ya
estaba metido hasta el cuello, decidí dejarme llevar por la situación y le
comenté que dibujaba bastante bien.
El niño frenó
la birome y pareció dudar unos segundos. Luego se le ocurrió la idea. A toda
velocidad buscó en el medio del pilón una tarjetita en particular. Cuando la
encontró, sonrió y me la enseñó.
— E’ta é’ la
que me gu’ta má’ —comentó, dándome a entender que se trataba de su tarjeta
favorita. Tenía la caricatura de un tucán en primer plano. Asumí que los
colores brillantes del pico en contraste con el cuerpo negro era lo que
cautivaba su imaginación. La expresión de felicidad del tucán, con una sonrisa
antropomórfica, despertaba cierta simpatía.
Se puso a
dibujarlo pero no tardó en ver que no le salía, ni le iba a salir nunca. Fue
entonces que me devolvió la birome y me pidió si se lo dibujaba.
Otra vez, no me
pude negar, y por alguna razón que en ese momento pasé por alto puse especial
cuidado en la obra. No supe bien porqué, pero entendí que no era lo mismo que
me había llevado a trazar aquellos polígonos. Era una intención diferente que
por entonces no supe identificar. Aun así, gran parte de mí aun deseaba que la
rubia de al lado por fin se diera vuelta y observe, al menos por un segundo, lo
que estaba haciendo. Quería que me mire, que entienda que existo.
Comencé a
dibujar el pico con especial cuidado por los detalles. Un trazo lento y
prolijo, en negro, porque mi birome era negra, pero hubiera deseado tener
colores. Me concentré en la sonrisa. Los tres primeros me quedaron igualitos;
el cuarto salió medio desparejo por un tirón del tren. Empecé y terminé los
ojos en menos tiempo del que imaginaba y poco después ya había completado la
cabeza entera del tucán, todo entre murmullos de quejas de un montón de piernas
que se movían .
Los dos a
nuestro modo nos habíamos perdido por completo en la actividad, y yo ya había
empezado a dibujar el cuello del tucán cuando vi a Gonzalo pararse de golpe y
llevarse las manos a la cabeza, como quien se acuerda de que dejó la pava sobre
la hornalla encendida hace una hora. Por la ventanilla noté que ya estábamos
llegando a Aristóbulo del Valle. Volví la cabeza y vi a Gonzalo salir disparado
hacia los asientos de adelante, pidiendo una por una las tarjetas que había
entregado hacía diez minutos.
El tren se
detuvo. Ante mí ya se había juntado la gente que iba a bajar. Y en eso vi que Gonzalo
volvía.
Esperaba que
volviera a sentarse a mi lado y me acompañe hasta la próxima estación, que es
donde bajo. Incluso estaba dispuesto a darle plata como para compensar el
tiempo de recolección que había perdido conmigo. Un billete de cinco pesos, quizás.
Había asumido que él seguiría hasta Retiro, donde luego se subiría a otro tren
para continuar con su labor hasta ya entrada la noche. Pero no se sentó. Se
paró ante la puerta y me miró sonriente.
No sabiendo qué
hacer, me estiré para devolverle la tarjetita del tucán. Él no la quiso
agarrar.
—
Te lo ‘galo. Te lo ‘galo —dijo, y se bajó.
Lo vi perderse
entre la gente que sube y baja la escalera que da a la calle. Detrás de él iba
el flaco barbudo, que había bajado también.
El tren
arrancó. Salimos de Del Valle y como pude seguí dibujando al tucán sonriente,
haciendo fuerza para retener las lágrimas. No quería que la rubia de al lado se
diera vuelta, me vea llorando y piense cualquier cosa de mí.