9 de enero de 2014

Tren



Hay pocas cosas que uno puede hacer en un tren para levantar minas. Con la paranoia que hay hoy en día, nadie le da pelota a nadie. Por ahí te acercás a la flaca a preguntarle la hora y piensa que le vas a robar. Y eso en la vía pública; en el tren es peor. Cada uno va encerrado en su burbuja, ya sea escuchando música, leyendo o mirando al vacío.
En Villa Adelina subió un flaco de barba desprolija. Eran más o menos las seis y media, ya de noche. Por el reflejo de la ventanilla lo vi pararse a mis espaldas. Llevaba auriculares.
El tren arrancó de vuelta.
Sentada a mi izquierda iba la rubia en cuestión. Daba toda la impresión de que también se bajaría en Scalabrini Ortiz para ir a Ciudad. Ahí estaba el tema de conversación. Solo faltaba lograr que despegase la cara de la ventanilla y me diera un poco de bola.
Frente a ella (porque frente a mí no existía asiento alguno) iba un viejo con la mirada perdida en la nada.
Llegamos a Carapachay, sin novedades. Yo hacía diez minutos que intentaba llamar la atención de la rubia. No sé porqué se me había ocurrido que si sacaba el cuaderno y me ponía a dibujar boludeces en perspectiva iba a llamar su atención. Las iba a mirar un rato, disimuladamente al principio. Después se sacaría los audífonos y me preguntaría qué forma es esa que estoy haciendo, o mejor aun, me diría que la pirámide de base cuadrada en isométrica es su preferida porque le hace pensar en el equilibrio del universo o alguna pelotudés por el estilo. Me dice que estudia algo en la FADU. Le digo que yo también. Que seguro nos cruzamos en algún pasillo. Tiramos un par de nombres, nos reímos un rato y listo, adentro.
De más está decir que la mina ni enterada de mis proyecciones en isométrica o de mí, si vamos al caso. En ningún momento apartó la vista de la ventana. Pero no desistí en mi pasivo-agresivo intento de levantarla y seguí dibujando formitas, en la medida que el vaivén del tren me lo permitía.
Fue en eso cuando apareció el pibe. Era chiquito, unos cinco o seis años, ponele; no tengo familiares de esa edad como para comparar. Era uno de estos chicos que van de asiento en asiento, repartiendo tarjetitas a los pasajeros y esperando a cambio una contribución monetaria.
Ya son dos años que tomo este tren para ir a estudiar. Dos años que llevo dibujando boludeces al pedo y viendo a esta gente pedir plata. Todas las noches. Y si se les puede reconocer algo es que saben cómo mantenerse el negocio. Al principio solo te dejaban la tarjetita, usualmente alguna imagen de un santo o algo del amor, como para apelar a tu sensibilidad y sacarte unas monedas. Cuando vieron que con la tarjetita sola no alcanzaba, empezaron a darte la mano. Así nomás, venían y te plantaban la mano frente a tu cara. Y si se la dabas sonaste: ya habías generado un vínculo humano inquebrantable, no podías no darles algo. Y si son nenas las que piden, te dan la mano y además un beso en la mejilla.
El mejor de estos mendigos que vi en mi vida era un tipo más o menos de mi edad, unos veinticinco años. Tipo muy presentable además. Se paraba en una punta del vagón y nos contaba sobre su maravillosa historia de vida, en la cual había sufrido no se qué terrible accidente y su respectiva milagrosa recuperación. Naturalmente, anunciaba que no estaba ahí para pedirnos plata, sino para agradecer de alguna forma a su deidad amiga, repartiendo gratis (sí, gratis) estampitas con su imagen. Nos insistía con que no le devolviéramos dicha estampita, ya que era un obsequio. Pero a la vez, nos recordaba que cualquier contribución, por modesta que ésta fuere, sería bien recibida por su parte, y bien vista ante los ojos de nuestro Señor.
Básicamente nos estaba chantajeando.
Pero volviendo a este pibito, siguió repartiendo sus tarjetas, una por banco, y ya habíamos parado en la estación de Munro cuando se detuvo a mi lado. Como siempre en estos casos me propuse evitar el contacto visual, concentrándome aun más en la tarea que tenía entre manos, como si de la exactitud de mis perspectivas dependiera mi vida.
Pasaron los segundos y no vi mano o estampita alguna, pero el nene seguía a mi lado. Levanté la mirada y encontré al chico con los ojos abiertos de par en par, totalmente fascinado ante mis dibujos. Permaneció así un instante, boquiabierto y paralizado, como si ante él se encontrara una obra maestra del arte, o más aun, un milagro —uno de verdad, no como el del otro flaco—, una revelación, una epifanía capaz de cambiar su vida para siempre.
Así de extasiado imaginé al nene, y un segundo más tarde arruinó la situación diciendo algo como:
    ¡Woow! ¿Vo’ hicite eso?
    Si —respondí en tono seco, tratando de disimular mi incomodidad.
    ¿Podé’ hacer otro? —repreguntó.
Incapaz de negarme a la petición, y aun sabiendo que me estaba metiendo en la boca del lobo, dibujé otro polígono en perspectiva. Fue el peor triángulo isósceles que hice en mi vida. Para compensar, le agregué un pequeño sombreado en las esquinas.
— Es medio difícil con el tren en movimiento —justifiqué, pero no me prestó atención. El pequeño seguía encantado con las formas. Me pidió otro y al toque le hice un hexágono (mi preferido) con líneas guía, perspectiva en caballera, sombreado, todos los chiches. No lo maravilló tanto como esperaba, pero daba igual, el nene se había olvidado por completo de su tarea de repartición y ya se había instalado a mi lado. Empecé a sentir una extraña vergüenza asociada con la idea de que, por mí culpa, al menos ocho pasajeros se habían quedado con una tarjetita de clavo y debían estar puteándome por lo bajo. También sentí pena por poner en un compromiso —de alguna manera— a la vieja del asiento de enfrente y a la rubia que tenía al lado.
Llegamos a Florida y el pibe aprovechó el movimiento de personas para acurrucarse a mi lado. Ahora a mi culpa debía sumarle que los demás pasajeros tengan que andar esquivando a un nene sentado en el pasillo.
— ¿Me dejá’ hacer yo? —balbuceó con una sonrisa. Me di cuenta que no hablaba bien.
Le presté la birome e inmediatamente se puso a garabatear líneas rectas y pequeñas curvas de noventa grados. Dibujó lo que parecía ser un sol, una nube y un conejo, todo con la mayor felicidad y el trazo más torpe que vi en mi vida. Por cómo agarraba la birome intuí que la escritura era algo nuevo para él. La sujetaba con rigidez, como si tuviera miedo de que se le fuera a escapar de la mano, y avanzaba y retrocedía sobre el papel con movimientos que partían del hombro y del codo, en lugar de usar la muñeca. Me ganó una sensación de molestia, hasta de indignación, viéndole poner tanto empeño, tanta precisión en un trabajo tan mal hecho. Como ya dije, no tengo sobrinitos ni hermanos menores con quienes comparar. No sé porqué me hacía a la idea de que a los cinco o seis años uno ya sabía escribir.
Confirmé su inhabilidad cuando intentó en vano escribir su nombre (aparentemente se llamaba Gonzalo). Acudía a las leyendas de sus tarjetitas para recordar cómo se dibujaban las diferentes letras. La alegría inicial había dado lugar a una atención y un cuidado puntillosos. Tras un par de intentos fallidos de escribir “GONZALO”, se contentó con copiar el mensaje de una tarjeta de amor. Una y otra vez dibujó la frase “TE AMO”, con la peculiaridad de que la letra E le salía al revés, como un número 3 de calculadora. Y así fue llenándome la hoja del cuaderno.
Yo no dejaba de observarlo. Y no era para menos: lo tenía encima, dibujando en mi regazo. Observé a mi alrededor y vi que la rubia seguía mirando por la ventana, y el viejo en algún momento se había convertido en vieja, también con la mirada perdida en la nada. Por el reflejo de la ventana vi que el flaco barbudo estaba mirando de reojo toda la situación, posiblemente con la música pausada para no perderse detalle. Y fue recién ahí cuando me di cuenta que ya estaba obligadísimo a contribuir a la causa de este niño. Después de pasar diez minutos dibujando juntos, simplemente no podía no darle plata.
Iba pensando en eso cuando paramos en María Padilla. Me quedaban apenas dos estaciones para decidir qué hacer. El nene, por su parte, había abandonado las letras y vuelto a los dibujos. Como podía, intentaba copiar las ilustraciones de las tarjetitas. Formas simples. Una estrella, un corazón.
Sabiendo que ya estaba metido hasta el cuello, decidí dejarme llevar por la situación y le comenté que dibujaba bastante bien.
El niño frenó la birome y pareció dudar unos segundos. Luego se le ocurrió la idea. A toda velocidad buscó en el medio del pilón una tarjetita en particular. Cuando la encontró, sonrió y me la enseñó.
— E’ta é’ la que me gu’ta má’ —comentó, dándome a entender que se trataba de su tarjeta favorita. Tenía la caricatura de un tucán en primer plano. Asumí que los colores brillantes del pico en contraste con el cuerpo negro era lo que cautivaba su imaginación. La expresión de felicidad del tucán, con una sonrisa antropomórfica, despertaba cierta simpatía.
Se puso a dibujarlo pero no tardó en ver que no le salía, ni le iba a salir nunca. Fue entonces que me devolvió la birome y me pidió si se lo dibujaba.
Otra vez, no me pude negar, y por alguna razón que en ese momento pasé por alto puse especial cuidado en la obra. No supe bien porqué, pero entendí que no era lo mismo que me había llevado a trazar aquellos polígonos. Era una intención diferente que por entonces no supe identificar. Aun así, gran parte de mí aun deseaba que la rubia de al lado por fin se diera vuelta y observe, al menos por un segundo, lo que estaba haciendo. Quería que me mire, que entienda que existo.
Comencé a dibujar el pico con especial cuidado por los detalles. Un trazo lento y prolijo, en negro, porque mi birome era negra, pero hubiera deseado tener colores. Me concentré en la sonrisa. Los tres primeros me quedaron igualitos; el cuarto salió medio desparejo por un tirón del tren. Empecé y terminé los ojos en menos tiempo del que imaginaba y poco después ya había completado la cabeza entera del tucán, todo entre murmullos de quejas de un montón de piernas que se movían .
Los dos a nuestro modo nos habíamos perdido por completo en la actividad, y yo ya había empezado a dibujar el cuello del tucán cuando vi a Gonzalo pararse de golpe y llevarse las manos a la cabeza, como quien se acuerda de que dejó la pava sobre la hornalla encendida hace una hora. Por la ventanilla noté que ya estábamos llegando a Aristóbulo del Valle. Volví la cabeza y vi a Gonzalo salir disparado hacia los asientos de adelante, pidiendo una por una las tarjetas que había entregado hacía diez minutos.
El tren se detuvo. Ante mí ya se había juntado la gente que iba a bajar. Y en eso vi que Gonzalo volvía.
Esperaba que volviera a sentarse a mi lado y me acompañe hasta la próxima estación, que es donde bajo. Incluso estaba dispuesto a darle plata como para compensar el tiempo de recolección que había perdido conmigo. Un billete de cinco pesos, quizás. Había asumido que él seguiría hasta Retiro, donde luego se subiría a otro tren para continuar con su labor hasta ya entrada la noche. Pero no se sentó. Se paró ante la puerta y me miró sonriente.
No sabiendo qué hacer, me estiré para devolverle la tarjetita del tucán. Él no la quiso agarrar.
    Te lo ‘galo. Te lo ‘galo —dijo, y se bajó.
Lo vi perderse entre la gente que sube y baja la escalera que da a la calle. Detrás de él iba el flaco barbudo, que había bajado también.
El tren arrancó. Salimos de Del Valle y como pude seguí dibujando al tucán sonriente, haciendo fuerza para retener las lágrimas. No quería que la rubia de al lado se diera vuelta, me vea llorando y piense cualquier cosa de mí.
 

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