[Nota: este update es un pequeño y absolutamente imperfecto homenaje a Alejandro Dolina. Traté de escribir una monografía usando su estilo de narración y tomando prestados un par de nombres. Si remotamente llega a gustarles, les recomiendo lean Crónicas del Ángel Gris, El Libro del Fantasma o Bar del Infierno. Son simplemente excelentes.]
La realidad es única e inexorable. Las verdades son muchas; cada persona suele tener la suya. Pero la realidad es la misma para todos. Nos envuelve y domina en nuestras horas de diurna vigilia. Solo durante el sueño nos alejamos de su tiranía y podemos ser quienes realmente somos.
En el barrio de Flores vivía una persona que decía conocer los métodos secretos para liberar el alma a través los sueños. Se llamaba Horacio Abreu y tenía su consultorio en la calle Santander.
Mediante un comercial radial de jingle pegajoso Abreu prometía a la gente vivir emocionantes aventuras y desmedidos romances sin moverse del lecho.
“Sea el dueño de su sueño, hoy. El consultorio del Doctor Abreu atiende sus necesidades oníricas”.
Empujada por la curiosidad, mucha gente se dirigió al consultorio. Poco después de la publicación del comercial Abreu ya contaba con un heterogéneo grupo de personas bajo su tutela.
Todos los archivos que detallaban los procedimientos de Abreu fueron destruidos, tal vez por el tiempo. Tan solo quedan los relatos —dudosos, cuando menos— de vecinos y parientes de las personas que frecuentaban el consultorio.
Se dice que a través de una serie de extraños ejercicios Abreu lograba hacer que sus pacientes tuvieran determinados sueños. En una ocasión les ordenó comer lechuga, apio y espinaca durante un mes. También les pidió beber únicamente agua y vestirse exclusivamente con ropa color verde. Llegada determinada noche, hizo pasar al grupo a un terreno baldío en el fondo, donde estaban dispuestas dos docenas de camas. Los invitó a acostarse y dormir. Esa noche todos soñaron que eran árboles. Algunos eran cipreses o paraísos. Un par eran pinos siendo talados. Una mujer que era un manzanero inspiró a Sir Isaac Newton a inventar la gravedad. Uno del grupo que resultó ser abogado soñó que era el Árbol del Conocimiento. No dijo nada al respecto.
Con el pasar de los meses y confiado en su creciente reputación Abreu se animó a sueños más complejos. Un 2 de Diciembre mandó traer enormes cantidades de arena al consultorio. La desparramó equitativamente por el suelo alfombrado. Luego instaló una serie de tiendas de campaña de artificial improvisación y para culminar su obra hizo pintar un fresco de la Cúpula de la Roca en la pared que daba al Este. Durante ese tiempo había ordenado a sus pacientes que aprendan el evangelio y estudien historia medieval. Llegada la noche ni siquiera tuvo que explicarles nada; todos soñaron que eran cruzados a las ordenes del Papa Urbano II, peleando la guerra santa contra los sarracenos.
El poeta Jorge Allen se presentó un día ante la puerta de Abreu. Si fue atraído por la eventualidad de una repentina inspiración onírica o por la posibilidad de acostarse con alguna de las muchas señoritas que dormían en el consultorio quedó fuera de cuestión inmediatamente:
— Buenas tardes —dijo Allen—, vengo por lo de la orgía.
Los métodos de Abreu resultaron demasiado extraños incluso para Allen, quien no dudó en salir rajando ni bien vio la serie de anillos tallados en el suelo y los enanos disfrazados de diablos durante la inducción al sueño “de paseo por los nueve infiernos de Dante”.
A medida que pasaba el tiempo Abreu se volvía más y más meticuloso con los sueños. Llegó a afirmar que como la realidad condicionaba el curso que siguen los sueños, cuanto menor sea nuestro contacto con ella, más libres seremos en nuestras incursiones subconscientes. Invitó a sus pacientes más fieles a hospedarse indefinidamente en su consultorio, abandonando todo contacto con las personas y eventos del mundo exterior. Forjada esta nueva realidad, los pacientes comenzaron a soñar con ellos mismos. Lo que es más, sus sueños se volvieron otra realidad. Las ofensas que el señor Abaloni le propinaba al ingeniero Alvarez durante el sueño, este se las retribuía en la vigilia. Las insinuaciones que el joven Rubén Acuña recibía de la hermosa Ángela Onelli mientras dormía morían en la indiferencia al despertar, ya que la muchacha soñaba que quería a otro.
Los pacientes ya no distinguían lo real de lo ficticio y no sabían a quien querer y a quien odiar. Así pasaron los días y las noches, hasta que un 8 de Octubre vino la policía a clausurar todo.
Abreu siguió pregonando sus ideas cada vez que podía. En sus últimos años ya todos lo daban por loco y muy pocos se detenían a oír lo que tenía para decir.
Una vez me encontraba sentado en una de las mesas del bar La Subasta, con la pluma en la mano y la mente vacía de ideas. Un deteriorado Doctor Abreu salió de la nada y se sentó en mi mesa.
— ¿No detesta esa sensación? Perder la inspiración es igual que despertarse de un sueño. Algún esbirro de la realidad tangible nos arranca de ese hermoso trance. Nos deja desnudos, a merced de un viaje a la oficina, un programa de televisión o la factura de la luz. Sepa que una vez que nos despiertan ya no podemos volar. Ya no servimos.
Lo miré perplejo. Era evidente que se había vuelto loco.
Se levantó y se fue. Inmediatamente me puse a escribir.
En el barrio de Flores vivía una persona que decía conocer los métodos secretos para liberar el alma a través los sueños. Se llamaba Horacio Abreu y tenía su consultorio en la calle Santander.
Mediante un comercial radial de jingle pegajoso Abreu prometía a la gente vivir emocionantes aventuras y desmedidos romances sin moverse del lecho.
“Sea el dueño de su sueño, hoy. El consultorio del Doctor Abreu atiende sus necesidades oníricas”.
Empujada por la curiosidad, mucha gente se dirigió al consultorio. Poco después de la publicación del comercial Abreu ya contaba con un heterogéneo grupo de personas bajo su tutela.
Todos los archivos que detallaban los procedimientos de Abreu fueron destruidos, tal vez por el tiempo. Tan solo quedan los relatos —dudosos, cuando menos— de vecinos y parientes de las personas que frecuentaban el consultorio.
Se dice que a través de una serie de extraños ejercicios Abreu lograba hacer que sus pacientes tuvieran determinados sueños. En una ocasión les ordenó comer lechuga, apio y espinaca durante un mes. También les pidió beber únicamente agua y vestirse exclusivamente con ropa color verde. Llegada determinada noche, hizo pasar al grupo a un terreno baldío en el fondo, donde estaban dispuestas dos docenas de camas. Los invitó a acostarse y dormir. Esa noche todos soñaron que eran árboles. Algunos eran cipreses o paraísos. Un par eran pinos siendo talados. Una mujer que era un manzanero inspiró a Sir Isaac Newton a inventar la gravedad. Uno del grupo que resultó ser abogado soñó que era el Árbol del Conocimiento. No dijo nada al respecto.
Con el pasar de los meses y confiado en su creciente reputación Abreu se animó a sueños más complejos. Un 2 de Diciembre mandó traer enormes cantidades de arena al consultorio. La desparramó equitativamente por el suelo alfombrado. Luego instaló una serie de tiendas de campaña de artificial improvisación y para culminar su obra hizo pintar un fresco de la Cúpula de la Roca en la pared que daba al Este. Durante ese tiempo había ordenado a sus pacientes que aprendan el evangelio y estudien historia medieval. Llegada la noche ni siquiera tuvo que explicarles nada; todos soñaron que eran cruzados a las ordenes del Papa Urbano II, peleando la guerra santa contra los sarracenos.
El poeta Jorge Allen se presentó un día ante la puerta de Abreu. Si fue atraído por la eventualidad de una repentina inspiración onírica o por la posibilidad de acostarse con alguna de las muchas señoritas que dormían en el consultorio quedó fuera de cuestión inmediatamente:
— Buenas tardes —dijo Allen—, vengo por lo de la orgía.
Los métodos de Abreu resultaron demasiado extraños incluso para Allen, quien no dudó en salir rajando ni bien vio la serie de anillos tallados en el suelo y los enanos disfrazados de diablos durante la inducción al sueño “de paseo por los nueve infiernos de Dante”.
A medida que pasaba el tiempo Abreu se volvía más y más meticuloso con los sueños. Llegó a afirmar que como la realidad condicionaba el curso que siguen los sueños, cuanto menor sea nuestro contacto con ella, más libres seremos en nuestras incursiones subconscientes. Invitó a sus pacientes más fieles a hospedarse indefinidamente en su consultorio, abandonando todo contacto con las personas y eventos del mundo exterior. Forjada esta nueva realidad, los pacientes comenzaron a soñar con ellos mismos. Lo que es más, sus sueños se volvieron otra realidad. Las ofensas que el señor Abaloni le propinaba al ingeniero Alvarez durante el sueño, este se las retribuía en la vigilia. Las insinuaciones que el joven Rubén Acuña recibía de la hermosa Ángela Onelli mientras dormía morían en la indiferencia al despertar, ya que la muchacha soñaba que quería a otro.
Los pacientes ya no distinguían lo real de lo ficticio y no sabían a quien querer y a quien odiar. Así pasaron los días y las noches, hasta que un 8 de Octubre vino la policía a clausurar todo.
Abreu siguió pregonando sus ideas cada vez que podía. En sus últimos años ya todos lo daban por loco y muy pocos se detenían a oír lo que tenía para decir.
Una vez me encontraba sentado en una de las mesas del bar La Subasta, con la pluma en la mano y la mente vacía de ideas. Un deteriorado Doctor Abreu salió de la nada y se sentó en mi mesa.
— ¿No detesta esa sensación? Perder la inspiración es igual que despertarse de un sueño. Algún esbirro de la realidad tangible nos arranca de ese hermoso trance. Nos deja desnudos, a merced de un viaje a la oficina, un programa de televisión o la factura de la luz. Sepa que una vez que nos despiertan ya no podemos volar. Ya no servimos.
Lo miré perplejo. Era evidente que se había vuelto loco.
Se levantó y se fue. Inmediatamente me puse a escribir.
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