Entró a la casa por la ventana e
inmediatamente la sintió suya. Era muy grande y estaba hecha de vidrio, de madera
y de tiempo. Sebastián avanzó esquivando muebles y gatos; sabía dónde ir. Había
visto o soñado muchas veces con la casa de los gatos y tras cada pasillo, tras
cada abertura, las diferentes posibilidades se reducían a un único camino.
Se cuidaba de no tropezar con ningún
gato, y los gatos se cuidaban de no tropezar con él. La mayoría dormía plácidamente
en el suelo o sobre algún mueble; otros, aburridos jugaban a cazar sombras o a
mirar el invierno por la ventana.
Sebastián atravesó una última puerta
entreabierta y llegó por fin a la sala de estar. Allí, sentada frente a la
chimenea encendida, se encontraba una antigua señora de piel pálida y cabellos color
ceniza. Sus manos tejían algo hecho de lana.
El resto de la sala constaba de una
alfombra, varios sillones de diferentes tamaños, una mesita de café, alrededor
de cincuenta gatos y un gabinete de puertas de vidrio
con un gran número de objetos de porcelana en su interior. Una escalera de madera conducía al primer piso.
Sebastián avanzó con paso resuelto
pero sin saber bien qué decir. La señora de los gatos, sin levantar la vista
del tejido, le habló en la lengua que solo él y ella podían conocer.
— Hace muchos días supe que vendrías
a verme. Puede que dentro de muchos días vuelva a saberlo y a entender el
porqué de tu visita, pero hoy tendrás que presentarte, pequeño. ¿Qué asunto te trae a mi casa?
La anciana sonreía. Su voz era
cálida y confortante.
— Vengo a usted con mi respeto
—respondió Sebastián—. Soy uno de los que observan, pero también soy uno de los
que tienen nombre.
— Entiendo. Te han llamado con
sonidos y esos sonidos ahora son tuyos. Y así has ganado y perdido algo. Dime, ¿quién
te nombró?
Sebastián se sentó en el suelo. Se
sentía más tranquilo.
— Uno de los que caminan en dos
patas —dijo—. Una hembra con el nombre de Johana. Ella me dio mis
sonidos, y su afecto y su tiempo.
— ¿Has perdido a esta hembra?
—preguntó la anciana.
— No. Pero la pierdo una y otra vez
en mi sueño y durante el día.
La anciana dejó el tejido a un lado
del sillón y trabajosamente se puso de pie. Caminó hacia la ventana y por un
momento observó en silencio la nieve que caía.
— Son diferentes, ellos y ustedes.
Tú lo sabes —dijo, con voz lenta y tranquila mientras rascaba la nuca de un
gato atigrado—. Viven y mueren lo mismo, pero lo perciben en formas distintas. Ellos pueden
ver solo lo que es y el resto tienen imaginarlo; mientras que ustedes ven
lo que fue, lo que será y lo que podría llegar a ser.
— Lo que dice es verdad, señora.
— Ustedes ven cosas que fueron en tiempos remotos, cosas muertas, cosas que cambian y se transforman en otras
cosas. Ven todo lo que alguna vez existió por un parpadeo en el tiempo y todo
lo que va a existir muchos inviernos después de nuestra verdadera muerte.
— Lo sé, mi señora. Vemos todo
menos lo que es —prosiguió Sebastián,
con un atisbo de reproche en su voz.
— Tu humana existe o existió, y en
su paso por el mundo te dio un nombre y alimento y calor. Es más de lo que
muchos gatos tienen en una vida. ¿Qué es lo que deseas entonces?
El gato pensó con cuidado lo que
diría a continuación. Quería sonar determinado, pero sin caer en el orgullo vacío con el que juzgan a los de su raza. Se echó en cuatro patas y luego de unos segundos
habló.
— Quiero ver el mundo como ella lo ve. Quiero gozar de su compañía y de su afecto, y de las comodidades que me
ofrece. Quiero ver lo que es en el momento que es, y luego recordarlo y
revivirlo como una sensación diluida. Quiero olvidar el mañana y liberarme de cada sustancia falsa. Quiero ver el ahora y nada más.
— Pero todo eso que ves es la esencia misma de lo que eres, pequeño. Lo que te hace ser tú y no otro. ¿Por qué querrías renunciar a ello? —preguntó intrigada la señora de los gatos.
— Porque cuando veo lo que va a
pasar, o lo que podría llegar a pasar en cualquiera de los mundos, uno de los dos siempre está solo, y eso es inadmisible. Ya no quiero estar solo.
La señora de los gatos se dirigió a
pasos lentos hacia la chimenea y extendió sus manos al calor del fuego. Un viejo anillo de oro brilló tímidamente en su mano izquierda.
— Ese es el problema de los que
tienen nombre —dijo, tras un momento de silencio—. Cambian su libertad por el amor
a otro. Un gato debe ante todo amarse a sí mismo. Esa es la ley.
La anciana lo miró con
consternación. Sebastián alzó la cabeza y respondió.
— No hay libertad sin elección, y yo ya elegí. Confío en que se respetará
mi voluntad.
Cada gato es amo y señor de su
propia opinión, y por primera vez desde que había entrado en la casa, Sebastián se
sintió dueño de sí mismo. Irguió su pecho negro y enroscó la cola alrededor de
sus patas, como la escultura de algún antepasado primitivo.
— Tu gente ve cosas que no existen,
o que no deberían existir —respondió finalmente la anciana con una dulce resignación en su voz—. Puedo darte lo que pides, pequeño, pero debes saber
que no hay cambio que no sea una muerte, y que aquel único mundo que te tocaría percibir podría ser tan irreal y distante como todos los que sueñas hoy.
— Lo entiendo y lo acepto, mi señora
—culminó el joven gato.
— Ve entonces con mi bendición,
pequeño.
La anciana señaló con gesto solemne la
escalera de madera. Sebastián inclinó su cabeza a modo de despedida y
emprendió su camino. Saltó con celeridad cada uno de los trece escalones,
atravesó un pasillo oscuro y se introdujo en lo que parecía ser un ático mucho
más viejo que la casa misma. Un tragaluz en el techo dejaba entrar el débil
resplandor de la tarde invernal. Iluminaba a lo lejos el único objeto discernible en toda
la habitación.
Avanzó con cuidado. Tras cada paso,
los sonidos y el calor de la casa de los gatos se iban desvaneciendo, y la
oscuridad cobraba una forma envolvente. Avanzó, y las imágenes de las cosas que
aun no habían sucedido se volvían difusas y se perdían en una sensación de
cálida incertidumbre, mientras que los recuerdos del pasado —antes tan únicos e
identificables— se mezclaban unos con otros, como la nieve se funde en sí
misma. Y avanzó, y ganó y perdió y tuvo por primera vez una sensación de
unidad, de estar en un único lugar en un momento determinado. Se cerraron una
tras otra las infinitas puertas de la realidad, las ventanas a mundos
incoherentes y hermosos, pero tan insustanciales como el sueño del que estaban
hechos. Y avanzó con una novedosa fortaleza y dando pasos agigantados y llegó
por fin hasta el fondo de aquel ático polvoriento.
Frente a sus ojos se hallaba lo que
parecía ser un espejo antiguo y opaco; el
tiempo y la soledad lo habían cubierto con una pátina de tierra. Pasó
una mano blanca por su superficie y pudo por fin ver el rostro del ser amado.
El anillo de oro pareció brillar con
más fuerza al contacto con el espejo, y Johana, tan joven como siempre, se
sorprendió a sí misma pensando en un gato que había tenido cuando era chica.