Me gustaba mucho Mauricio. Era como un Buda rechoncho y cabezón, todo gris, de ojos vidriosos y maullido grave (no recuerdo sus maullidos pero los imagino graves). Lo veía siempre durmiendo al sol, en una casa a un par de cuadras de casa. Si no estaba tirado en el pasto del jardín, lo veías sentado en la vereda, o sobre esa caja cuadrada llena de tubos de gas que tienen todas las casas.
Daba gusto acariciarlo. Tanto, que decidí cambiar mi ruta habitual para llegar a la escuela donde trabajo solo para poder rascarle la cabeza de pasada.
Un día dejé de verlo. Lo volví a ver una semana más tarde, aproximadamente, con un collar isabelino y una patita delantera afeitada (advertencia: es probable que llores leyendo este texto; considerá la posibilidad de dejarlo para otro momento).
Otro día vi por primera vez al dueño entrando a la casa. Era de tarde y yo volvía de la escuela. Me saqué los auriculares y lo saludé. Me presenté como un vecino que siempre acariciaba a su gato y le pregunté por su estado de salud. Me dijo que estaba teniendo problemas con los riñones pero que ya estaba mucho mejor. También me dijo que se llamaba Mauricio, que lo había adoptado hacía un año, porque lo habían abandonado, y que todos los chicos que salían de la escuela lo acariciaban al pasar frente a su casa. Era un hombre de unos sesenta años, muy simpático; me generó la impresión de que vivía solo con el gato.
La última vez que vi a Mauricio lo encontré sentado en el pasto del jardín. Lo llamé. Intentó levantarse para venir a saludarme pero se quedó quieto, petrificado, con la mirada clavada en la nada. Esperé unos segundos pero no se movió. Me niego a creer que haya sufrido una muerte súbita en ese instante. Lo más seguro es que ya estaba mal e intentar pararse le generó alguna punzada de dolor.
No lo vi por semanas. Un día me crucé con otro gato de una casa vecina y con su dueña. Hablamos brevemente de sus gatos y luego de Mauricio. Me dijo que lamentablemente había fallecido de una enfermedad hacía unas semanas. Cruzamos un par de palabras más. Quizás para no despedirme en una nota triste me comentó que el dueño ya había adoptado un gato nuevo, un cachorro. “Bueno, un final feliz” dije a modo de despedida con inclinación humorística. Sonreí y seguí mi camino.
Un final feliz. Me sentí como un estúpido al momento de pronunciar esas palabras. Caminé las cuadras que faltaban para llegar a mi casa reprochándome la terrible estupidez que acababa de decir.
Un final feliz. ¿Qué podía tener de feliz? ¿Que gracias a una desgracia y como parte de un proceso de duelo un gatito hoy tiene un hogar? Desde el punto de vista del gato, es un comienzo feliz, no un final. Lo que sintió el dueño solamente puede saberlo el dueño. Me habló con amor de Mauricio. Minimizó su enfermedad, tal vez para no preocuparme a mí —un vecino anónimo—. Quizás había tenido tiempo de sobra para entender y aceptar lo que le estaba ocurriendo a su mascota y estaba en paz con los resultados posibles. Puso su tiempo, su dinero, su esperanza, su amor y su fe en la frágil salud de un gato adulto y enfermo que había adoptado hacía un año. Hizo su parte y un poco más. Lo acompañó hasta el final, lo lloró, lo enterró y tras un breve duelo adoptó a un gato cachorro, para darle una oportunidad a otro bicho, pero también porque tenía mucho amor para dar y no era justo que se pierda.
¿Pero final feliz? Ninguna muerte es feliz. Ninguna acción devenida de una muerte es feliz.
Hace cuatro meses se murió mi mamá. Mientras yo acariciaba gatos en la vía pública y trataba de seguir con mi vida de la forma más normal posible, mi madre era objeto de estudios y procedimientos en el hospital público de Vicente López. Meses antes, en enero, me informó que tenía cáncer. No contaba con un diagnóstico en ese momento, pero todo parecía sugerir que había hecho metástasis y era terminal. Nada para hacer más que esperar un milagro.
El milagro no llegó. Mi madre empeoró un poco cada día. Hubo que internarla. Pasó casi un mes en una cama de hospital, comiendo bien, socializando con la chica internada en la cama de al lado y con enfermeras, haciéndose los estudios y análisis que diez años antes le hubieran salvado la vida. En lo que respecta a mí, tuve que convivir con la sensación ambivalente de que mi madre se estaba muriendo pero estaba siendo bien atendida y por lo tanto todo iba a estar bien. Se le puede ganar al cáncer. Se puede convivir con el cáncer. Se puede morir de cáncer pero después de años, ya en paz y con todos los asuntos saldados.
Mi sensación duró poco. Terminó el día en que la trajeron de vuelta a su casa y me descubrí haciendo todo lo posible para no ir a verla. A la semana tuvo que venir mi padre a decirme “mamá preguntó por vos”.
Me dolía verla en la cama, a oscuras. Encerrada para que los gatos no la molesten. Mi papá tuvo que dejar de dormir con ella; reacondicionó una habitación para poder dormir. No lo logró, porque durante las pocas semanas que le quedaron de vida mi madre necesitó ayuda para todo. Así, mi padre aprendió a cocinar, a lavar, a tender ropa y atender a una mujer moribunda que no podía ir al baño sola.
Yo me ofrecía para ayudar con algunas tareas, deseando íntimamente que me dispensen, que me digan que no hacía falta, porque me partía el corazón ver a mi madre tirada en una cama, cada vez más delgada y con el abdomen monstruosamente hinchado. Una tarde le pedí perdón por haberme alejado al principio. Ella me respondió con amor, y me pidió perdón a mí por todo lo que me estaba haciendo pasar, por el dolor que me causaba verla así, por los efectos destructivos que se trasladaban a mi relación de pareja, por los sacrificios que estaba haciendo. “¿Vos no harías lo mismo por mí?”, le pregunté a modo de chiste. “Más”, respondió ella, y no lo dudé por un segundo.
Hubo una serie de últimas veces. La última vez que pudo dormir una noche de corrido. La última vez que pudo comer algo. La última vez vio algo en la tv o jugó con su granja de Facebook. La noche que se la llevaron no hubo despedidas ni momentos solemnes. Solo dolor.
Dos hombres con pocas ganas de trabajar y una camilla entraron a la casa de mis padres. Como pudieron acomodaron a mi madre semidesnuda. El dolor era insoportable. No se despidió de sus gatos, de sus plantas, de su casa. Por última vez atravesó el pasillo que da a la calle. En la puerta se nos cruzamos a mi tía; con lágrimas en los ojos y una sonrisa le dijo “vas a volver”. Yo iba detrás. Todavía están los pedazos de baldosa rota que trababan las ruedas de la camilla y le causaban un dolor indescriptible a mi madre. Me subí —creo que por primera vez— a la parte trasera de una ambulancia. El viaje al hospital fue largo y doloroso.
Me reencontré con mi padre en la sala de espera del hospital. Allí permanecimos hasta eso de las tres de la madrugada. Había gente al principio, pero gradualmente nos fuimos quedando solos. En un momento fui a preguntar si había alguna novedad sobre mi madre. Nos permitieron verla.
La vi sola, en otra camilla, entre paredes y cortinas. Estaba drogada. La saludé sin tocarla y supe que pronto iba a morir.
Nos despedimos al día siguiente. La habían trasladado a la sala donde estaba antes. La cama era otra, las vecinas también. Fui a verla en el horario de visita, a la noche. Ella no podía hablar mucho pero sonreía. Su rostro estaba muy consumido, pero su mirada todavía era la de ella.
Nos tomamos de la mano. Su pulgar se frotaba contra mis dedos mientras yo lloraba y le agradecía por todo lo bueno que me había dado a lo largo de mi vida. Todo lo bueno que vino de ella y que a través de mí volvería al mundo. Le acomodé la almohada y me despedí con un “hasta luego”.
Al otro día volví a visitarla, pero su pulgar no se movía y su mirada ya no era la de ella.
Murió al día siguiente, un jueves. Al día siguiente fui a dar clase.
Hace unos días, hablando con una preceptora hice alarde de mi presentismo.
— Falté un solo día en todo el año —comenté alegremente—. El día que murió mi madre.
La pobre mujer me miró con horror. Me di cuenta de lo que había dicho y traté de acomodarla.
— Ah, tranquila. Fue hace unos meses. Ya lo superé.
La preceptora trató de articular una respuesta. Mencionó que su padre había muerto de un paro cardíaco ocho años antes. Estaba nerviosa, visiblemente incómoda. Le pedí disculpas por el mal momento.
¿Ya lo superé? Faltaba hablarle de un final feliz, nomás. Es obvio que no superé un carajo, simplemente dejé de pensar en ello. Escondí mi dolor hasta de mí mismo. Esa fue siempre mi respuesta ante la muerte: esconderme. En sus últimos días me escondí de mascotas, de abuelos, de mi propia madre. Hasta me escondí del dolor que podría haberme causado la muerte del gato del vecino, argumentando que la historia al menos había tenido un final feliz.
Una sola vez no me escondí. Una sola vez estuve en el momento y en el lugar correcto, a pesar de que hubiera deseado no estarlo. Me hubiera gustado haber llegado después de, pero caí justo en el durante, y tuve que acompañar a uno de mis gatos en sus últimos instantes. No había nadie más en la casa. Recuerdo el horror, la desesperación y el alivio que llegó después. Recuerdo haber cambiado ante esa experiencia. La llevo conmigo.
Me alejé de mi mamá. Me arrepentí. Regresé y pedí perdón, pero no había nada que perdonar. Hacemos lo que podemos ante la muerte. Yo tuve (y tengo) que aprender a aceptar ese dolor. Después de eso, me pude despedir con una sonrisa bañada en lágrimas.
Hace unas semanas conocí a Lola, la nueva gatita del vecino. Es cachorra, muy juguetona. A diferencia de Mauricio, ella pasa el día dentro de la casa. La conocí una vez que el vecino estaba con la reja abierta, haciendo algo en el jardín. Me contó que le dolió mucho la pérdida de Mauricio. Lo sufrió mucho, pero al poco tiempo decidió adoptar.
Otro día lo vi entrar a su casa al trote, entre risas, gritándole algo a Lola. Se los veía felices a los dos.
Pensé en escribir sobre ellos. Imaginar la vida de mi vecino, inventarle una historia. La de un hombre maduro que vive solo, que cuida su jardín y que tiene mucho amor para dar. Pienso ahora que no necesito hacerlo. Que ese hombre podría ser yo.
Quizás el final feliz que escribí para mi vecino lo quiero en realidad para mí. Para los que quiero. Para los que quise. Para todos. Un final donde no hay muerte ni dolor, donde todos reciben lo que merecen y no hay obstáculos para el amor. Un final donde al menos tengamos la posibilidad de decir adiós.
Quizás ese final feliz lo empiece a escribir a partir de ahora.