11 de octubre de 2021

La vuelta

    La puerta se abrió y se cerró como un parpadeo. Dos espaldas entraron girando desaforadas al departamento. Las bocas, etílicas y desbordadas; las manos y los muslos apretados. La luz se encendió e inmediatamente los envolvió el olor acre de cigarrillos húmedos y ropa sin lavar.
    Era una mujer hermosa. La más hermosa de todas las que había probado esa noche, y eso lo enloquecía. Era la mujer que él había elegido por sobre las demás. La mujer que ningún otro iba a tener. Era suya.
    La puso contra la pared. Le apretaba sin fuerza la garganta mientras besaba todo el costado de su cara. Se imaginaba despeinándola y corriéndole el maquillaje con su saliva.
    Forcejeó con la hebilla del cinturón. Su mujer no había abierto aun los ojos.

    — Esperá —dijo ella y lo repitió dos veces, cada vez más bajo.

    El pantalón comenzó a desarmarse bajo las manos que ya eran tres. Él se alejó  lo suficiente para mirarle la cara. Unos dedos pequeños y fríos acariciaron por fin la piel y el pelo de su pubis. Sintió esas manos delicadas aferrándose a su carne, estirándola y torciéndola con curiosidad infantil. Y él, ya quieto, solo la miraba. La veía y sabía que lo hacía por ella misma, por su propio deseo ya totalmente desenvuelto. Quiso ponerlo en palabras: el deseo de ser su puta.

    Todo eso supo y tuvo razón. Era suya.

    Arrancó la ropa de ambos con brutalidad. La sujetó firme de la cintura y comenzó a descender por el cuello. La besaba, la mordía e imaginaba la piel blanca volviéndose roja bajo sus dedos. La apretó contra el pecho y por un instante contuvo su frágil humanidad entre sus brazos y su pene. Sintió en ese abrazo el ritmo acelerado de un corazón latiendo. Se reconfortó pensando que ya no se detendrían hasta el final.

    La arrastró torpemente hacia una cama deshecha.

    — Sentate —dijo él—. Quiero que la veas bien de cerca.

    Ella obedeció. Se sentó en el borde de la cama mientras él lucía su erección a centímetros de su rostro. Él comenzó a masturbarse con lentitud. Ella solo observaba. Lo deseaba más que a nada y él lo sabía. No lo quería a él; solo quería su verga, y esa certeza lo calentaba aun más. Sabía que anhelaba su tacto y su sabor. Cada segundo que pasaba sin entrar en su boca representaba una espera interminable.

    Cuando creyó que su tortura ya había durado lo suficiente, avanzó un paso y tocó con su pene el borde de la boca roja. Ella a cambio le ofreció placer con manos, labios y saliva.

    — Ya está bien —dijo él a los pocos minutos. Ella lo miró con desconcierto—. Date vuelta. Quiero verte el orto.

    Tímidamente, su mujer cumplió. Se incorporó, dio media vuelta y se inclinó sobre la cama.

    — Más. Quiero verlo bien. Abrítelo —ordenó con voz grave.

    Entre dos nalgas blancas empezó a dibujarse un delgado triángulo oscuro. Él sonrió de costado al reconocer cada segmento de su mujer hasta entonces oculto. Volvió a sentirse privilegiado: ella no hacía eso con cualquiera. Eran muy pocos los hombres que habían visto aquel ano y aquella vagina totalmente expuestos. Y era ella misma quien se los mostraba. Era ella la que elegía obedecerle a un perfecto extraño. ¿Qué edad tendría? ¿Veintiseis? En veintiseis años ella jamás había hecho nada parecido. Jamás se había dejado desnudar, jamás había enseñado tan deliberadamente las partes de su cuerpo que a ella misma le avergonzaban. Solo a él y a nadie más.

    — Mirá cómo estás —dijo y pasó uno de sus gruesos dedos por la vulva—. Ya estás toda mojada. ¿Querés que te la meta?

    — Sí —respondió ella.

    — Quiero que me pidas por favor.

    — Por favor, metémela —dijo ella con voz quebrada.

    — Pedímelo bien. Pedímela toda.

    Ella pareció dudar por un segundo, pero inmediatamente prosiguió.

   — Dámela toda, por favor. Quiero sentirla adentro.

   — ¡Quiero que me digas que sos mía! —exclamó el hombre, con una voz demasiado alta para aquella hora de la madrugada.

    — Soy tuya. Toda tuya. Solo tuya.

    El hombre sintió una inmensa satisfacción. La tomó de la cintura y la forzó hacia delante; el rostro de la joven se hundió entre las sábanas arrugadas. Él tomó su miembro desde la base y comenzó a entrar lentamente en el cuerpo de su mujer. La sintió estremecerse ante su grosor. Avanzó hasta llegar al fondo. Cerró los ojos un instante y visualizó su negra cota de vello púbico apretada contra la piel blanca y depilada de su culo. Se imaginaba ensuciándola, transmitiéndole su sudor, su olor.

    Comenzó a arremeter una y otra vez, cada vez con más fuerza. Ella gemía en cada colisión y él se deleitaba ante la idea de estar provocándole placer a través del dolor. Le susurró insultos y vulgaridades. La sujetó del pelo y lo tiró hacia atrás mientras embestía; la vagina se estrechaba con cada tirón. Su mente ardía de imágenes grotescas. Retrataba su propia imagen dominando a su mujer, controlando su cuerpo y sus sensaciones. Empujaba y retrocedía, alteraba el ritmo solo para ver cómo cambiaban las expresiones en su rostro, el tono y el volumen de sus gemidos. Y en un momento de lucidez que quizás duró un segundo, él sintió que esa mujer era todas las mujeres que habían sido suyas. Era su ex novia y la anterior. Era cada mujer que había pasado por su cama. Y era también la que le había dicho que no, la que se había cruzado una sola vez en la calle o en el colectivo. Era cada famosa de las redes sociales, cada mujer que existía solo en su cabeza, para él y cuando él lo quisiera. Todas y cada una le pertenecían y lo adoraban y le entregaban su cuerpo y su alma. Todas le pedían más fuerte. Todas gritaban y lloriqueaban a las cuatro de la mañana en una pieza con olor a cigarrillo. Todas se frotaban apuradas el clítoris para acabar. Todas convulsionaban y se desplomaban en la cama respirando agitadas. Todas quedaban mirando el cielo raso manchado de humedad, sin parpadear, sin decir palabra. Todas eran suyas.

    Él se secó la frente con el brazo y se sentó junto a la mujer. Quedaron un minuto en silencio. Su pene seguía erecto.

    — Eso fue re intenso —dijo él, solo por decir algo.

    — Sí. Estuvo bueno —respondió la mujer sin dejar de mirar el techo.

    — Casi acabo. Me faltaba un toque, nomás. ¿Vos, bien?

    La mujer miró los números rojos del reloj sobre la mesa de luz.

    Él intentó rodearla con el brazo. Comenzó a acariciarle el cabello, pero la sintió rígida bajo su mano.

    — ¿De verdad te gustó? —insistió.

    — Sí. Estuvo muy bueno. En serio.

    La mujer deshizo amistosamente el abrazo y besó a su hombre en la barba. Se puso de pie y se dirigió al cuarto de baño. El joven permaneció tendido en la cama., sin saber bien qué hacer. Vio su ropa hecha un bollo en el suelo, no muy diferente al resto de la ropa hecha un bollo en distintos rincones de la habitación.

    — Yo tendría que ducharme y ya irme a dormir —dijo la mujer desde el umbral de la puerta. Estaba envuelta en un toallón y su boca ya no era roja—. Tengo que laburar temprano.

    Se produjo un duelo de silencios.

    — ¿Querés que me quede? —se animó a balbucear por fin el joven.

    Ella lo miró incrédula.

    — La próxima, ¿dale? —le mintió. Era suyo.

    El muchacho se vistió mientras ella fingía ordenar ropa en el placard. Se dijeron algo, se prometieron volver a coincidir y se miraron a los ojos por última vez. La puerta se cerró y él ya no recordaba nada de lo que había sucedido esa noche. Caminó de vuelta por un pasillo desconocido hasta que salió a la calle. Entonces tuvo frío y una idea en la que prefirió no pensar.