Recuerdo tus ojos. Recuerdo haber
pensado que tus ojos serían los primeros en venir a mi memoria y los últimos en
abandonarla. Recuerdo tus ojos enormes y oscuros. Recuerdo que la confitería
combinaba con ellos. Recuerdo que mirabas al frente, sonriendo, una mano en tu
codo, otra en el mentón. Recuerdo que sonreías sin mostrar los dientes, con esa
sonrisa entre pícara y cómplice, esa sonrisa de quien conoce un secreto
infantil que quiere compartir solo contigo pero no ahora sino después, cuando
estemos solos y sea de tarde y llueva. Recuerdo las sillas de madera, las
paredes blancas con cuadros (también madera, también blancos). Recuerdo la
línea oscura del comienzo de tus senos. Recuerdo tu piel blanca, tu pelo largo
y castaño, tus labios de color indescriptible mezcla de rojo, marrón, rosa,
piel, chocolate y almendra. Recuerdo tu perfume de interior de caja de bombones,
cálido y líquido. Recuerdo el jarrón de cerámica brillante, la servilleta de
paño verde. Recuerdo el timbre de tu voz prometiéndome en la lectura de un menú que
este momento duraría para siempre. Recuerdo el tacto sólido de tus dedos sobre
la taza de café que a la vez era mis dedos, mi cuello, mis labios. Recuerdo el
latido calmo de tus arterias detrás de tu piel y de tu ropa y de mi piel y de
mi ropa. Recuerdo el primer día de una serie de primeros días, todos siendo el
primero, todos comenzando al mismo tiempo, todos diferentes. Recuerdo un
pequeño lunar en el brazo de uno de los dos. Recuerdo la idea absurda de que
recordar es traer una experiencia pasada al presente y revivirla como la
primera vez de manera tan precisa que deja de ser un recuerdo y pasa a ser un
encuentro. Recuerdo tu blusa blanca con motivo de pájaros del mismo color
indescriptible de tus labios. Recuerdo el movimiento vertical de tu mano
sosteniendo un pedazo de universo con forma de taza de café. Recuerdo el
momento en que me creaste a través de tu imagen, me definiste, me diste vida y
propósito en tanto observador pasivo de tu actividad. Recuerdo la obra de arte
que eras. Recuerdo la firma de un autor que no era yo diciéndome que tu
perfección era alcanzable solamente a la distancia. Recuerdo el no cargado de
sí que te definía como un instante milagroso, imperecedero, potencial y
perfecto. Recuerdo tu forma humana e ilusoria. Recuerdo la fugacidad de tu
materia, definida y justificada a través de mi ausencia. Recuerdo el mutuo
alimento de un tácito anonimato. Recuerdo esa pequeña muerte que resolvimos,
ese instante de sacrificio devoto en el que tuve que mirar hacia otro lado y que
tú aprobaste. Recuerdo la alegre ignorancia con la que tu nuca despidió a mi
espalda. Recuerdo el amor con el que no me miraste, ni me oíste, ni me tocaste,
ni supiste mi nombre. Recuerdo lo desconocidos que fuimos.