Avanzo. En la oscuridad, avanzo. ¿Por qué estás haciendo esto?
No es un acto de vanidad, como tantas otras pruebas arbitrarias autoimpuestas. Tampoco es una sensación de cumplimiento del deber la que me empuja. No, estoy aquí porque no se por qué estoy aquí.
¿Por qué estás haciendo esto?
Avanzo, a ciegas, peinando una pared con mis dedos, imaginando una claridad en mi horizonte. Avanzo hacia mi respuesta, hacia mi razón y justificación. Ha- ¿Por qué estás haciendo esto? -cia la muerte, como todos, pero yo eligiendo el camino.
Avanzo por un largo corredor oscuro, sin puertas ni ventanas. Sin miedo a chocarme o a caer. Sé hacia donde me dirijo sin saber a donde voy. Lo hago porque quiero. ¿Por qué estás haciendo esto? Lo hago porque-
¿Por qué estás haciendo esto?
Porque quiero cambiar.
Avanzo, a ciegas, peinando una pared cuyo fin ya siento venir. Y será ese también el fin de mí, pues lo que encuentre al final me cambiará.
El presente deja de fluir: frente a mí hay una puerta. Mi cuerpo tiene tanto miedo…
Empujo la hoja y la luz saliente hiere mis ojos. La claridad es tal que nubla la vista. Y ante mí… ante mí… ¡Vos, hijo de puta!
— ¿Lo qué? —preguntó sorprendido Anaxágoras.
— Vengo a ver al Oráculo para pedirle consejo y… ¡me encuentro con el delincuente más buscado de todo Aden!
— Epa epa, esa es una grave acusación —dijo, poniéndose de pie.
— Tu eres Anaxágoras, falso profeta, convicto prófugo, violador compulsivo de la ley, sicofante mentiroso y hereje, corruptor de la juventud, pirómano traidor a la patria, falsifi-
— Seh seh, conozco de memoria la listita. Debés ser uno de los tantos pueblerinos que se tienen por sabios sin serlo, ignorando la verdad frente a sus narices.
— ¿Qué verdad?
— Qué todos esos crímenes de los que me acusan no fueron obrados por mi mano, sino por la de mi primo malvado… Anaxímenes.
— ¿Por qué habría de creerte?
— ¡Por Zeus! ¿Qué no lo ves? Tan solo observa su cara y dime que no es un criminal. Te digo que soy víctima del prejuicio y la ineficacia: como la ley no se las ingenia para encontrar al malvado Anaxímenes, me culpan a mí en su lugar, acusándome de ser él, teniendo como única prueba una presunta similitud física. ¡Pero por favor! ¡Soy un Hombre Santo carajo!
Todo eso lo decía mientras envolvía el cuerpo del Oráculo en una alfombra y lo escondía detrás del trono.
— Qué más da —dije—. Recorrí un largo camino en busca de una respuesta. Ahora estoy igual que como empecé… Volveré por dónde vine.
Agaché la cabeza y me dispuse a salir, cuando Anaxágoras, quizá percibiendo mi angustia, me retuvo del brazo.
— ¡Espera! —exclamó, y tras una breve pausa agregó— ¿No tienes unas monedas que te sobren para darme?
— No.
— Entonces vete.
Agaché la cabeza nuevamente y me volví a disponer a salir, cuando Anaxágoras volvió a retenerme.
— Ahora me dio curiosidad. Contame qué le ibas a preguntar.
— ¿Para qué? No tiene caso contarte nada a ti; no podrías ayudarme.
— Necesito saberlo… Soy obsesivo compulsivo.
Estaba por retirarme cuando noté que el rostro del profeta comenzaba a ser escenario de un sin fin de tics y gestos involuntarios. Me apiadé. Coloqué un almohadón sobre la mancha de sangre fresca del sofá, me senté y comencé a contar por primera vez las penas que me venían atormentando desde hacía meses.
— Me llamo Sylvain Kastendeuch y desde que tengo memoria carezco de ocupación. No diré que soy artista, pues no me creo talentoso ni hábil, pero me veo a mí mismo fascinado ante la sublimidad de la vida… Uno a uno se me fueron los años mientras espectaba al mundo en inerte contemplación, gozando en constante ataraxia. Y no fue sino hasta hace unas pocas semanas que desperté de ese sueño embriagador y me di cuenta qué tan lejos me había arrastrado la corriente… Me enamoré.
» Conocí, por obra del destino, a la más bella de las mujeres. La más bella, la más virtuosa, la más pensante… La vi de lejos, sin animarme a hablarle. Me sentía demasiado inferior… Me supe débil, pobre e inmaduro. Con angustia confronté la idea de que esa mujer era mucho para mí. Yo, que soy demasiado viejo para aprender y demasiado joven para olvidar, debía tolerar en mi interior, noche tras noche, a mis emociones batallando, mis caprichos infantiles aferrados, mis humores ambulantes.
» Desde entonces cada noche se desata en mí una tempestad emocional que me erosiona el alma, y por eso vine aquí, buscando un consejo, una respuesta… o esperanza acaso, pues siento haberla perdido, junto con mi voluntad para seguir adelante…
Anaxágoras, que hasta entonces había permanecido en silencio, con la mirada clavada en la nada, dilucidando emociones más que palabras, exclamó:
— ¡Peeeero che, estás hasta las bolas de problemas vos eh! ¿No pensaste en dejarte crecer el flequillo? Así podés ver la realidad desde otra perspectiva, digo. No te afectaría tanto la profundidad de tu abismo si perdieras la visión bifocal.
— ¿Me estás cargando?
— No no, lejos de mí. Todo lo contrario: quiero ayudarte. Pero para eso necesito que vos me ayudes a mí a ayudarte.
— ¿Cómo se que puedo confiar en ti?
— Y… vas a tener que escuchar a tu voz interior…
En ese momento se oyó una débil voz decir:
— Ayúdenme… Sigo vivo…
— ¿Qué fue eso? —pregunté.
— Erhm, nada —se apuró a responder Anaxágoras, lanzando una mirada nerviosa al trono del Oráculo—. Tenemos que irnos. Hay mucho por hacer.
— ¡No lo sigas! —continuó el oráculo, con voz quebrantada—. Preveo ruina y dolor para todo aquel que siga el camino del falso profeta… ¿Hola? ¿Ya se fueron…? Puta madre…
Continuará...