Avanzamos. A ciegas, conociendo el destino, pero no el camino.
Por las ventanillas pueden verse a intervalos ráfagas de luz y alguna que otra cara distorsionada. El resto es oscuridad artificial: lo que no sabemos ver. Sobre la superficie es oscuridad real: lo que no podemos ver. Las estrellas acaso brillen sobre el cielo de concreto.
Avanzamos, muy rápido. No podremos bajarnos hasta llegar a destino. El viaje es el durante; un punto medio entre la realidad y nuestro deseo. El viaje dura más de lo deseado, siempre.
El crujir de los metales resuena como latidos de la tierra. El suelo bajo nuestros pies se mueve. El paisaje sombrío adopta nueva formas. Pero a nuestro alrededor todo permanece igual. Dormitamos en una inconstancia duradera. Cerramos los ojos, tranquilos, sabiendo que el movimiento no es una idea. Realmente avanzamos.
El soplido de una puerta que se abre: alguien entrando o saliendo. Una presencia conceptual, un silencio corpóreo. Cada uno creerá tener un destino diferente. Para el destino, todos somos iguales.
No todos viajan solos. Algunos saben encontrar compañeros. Intercambian palabras durante el recorrido, pero son demasiado triviales para ser recordadas, y el sonido del acero galopante sabe cubrirlas bien. Tal es el caso que repiten lo mismo una y otra vez, a otras personas y a ellos mismos.
La mayoría permanecen cabizbajos, en aparente meditación. En realidad están durmiendo.
Está también el que pasa el viaje entreviendo luces y sombras por la ventanilla. Su cuerpo está quieto, pero avanza. Su mente baila con espectros y musas, y a veces avanza también.
El viaje continúa, hasta que llegue el momento de descender. Entonces averiguaremos si nos bajamos bien, si tomamos las decisiones correctas y si lo que hicimos —o dejamos de hacer— realmente valió la pena. El destino lo elegimos nosotros, a ciegas. Al viaje lo elige el Destino, con desinterés y severidad.